LA CASA POR LA VENTANA Un tema de otro tiempo JULIO A. MÁÑEZ
Lo cierto es que se ha puesto en marcha nada menos que la Academia de las Artes y las Ciencias de la Televisión (se ve que en este final de milenio cualquier ocurrencia carece de prestigio si no convoca en su ayuda a las artes y las ciencias de lo que sea, de manera que no sería raro que Rappel en un arrebato más choricero que surrealista fundase la Academia de las Artes y las Ciencias de Prospección Televisada del Camelo) y que habría que decir un par de cosas sobre la almoneda de la potencia narrativa conseguida por el cine a manos de sus epígonos de la pequeña pantalla. Programas como Tómbola no ofrecen más basura que el antiguo género teatral de las variedades arrevistadas, aunque lanzada a la cara del espectador sin variedad y sin revista, entre otras razones porque Ximo Rovira ni siquiera es Alady y Pocholo Martínez de Bordiú Franco o el Padre Apeles tienen menos gracia y menos tetas que Rosita Amores. La basura emocional en estado casi puro de manipulación se encuentra en esas series del tipo de Periodistas o El Súper, que vienen a ocupar en cierto modo el lugar antaño reservado a la canción melódica, desde Concha Piquer y sus dramones pasionales para solteras desdichadas hasta Antonio Machín y su reivindicación temprana de los angelitos negros, y donde las demandas de una actualidad previamente centrifugada se ofrecen en minúsculas raciones de identificación autocompasiva. Es posible que Twin Peaks haya sido la serie televisiva moderna que mejor ha sabido utilizar los resortes narrativos del medio, pero para conseguirlo se requiere de un David Lynch y su caudal de talento previamente demostrado en la pantalla grande. Los guiones de las series que ahora vemos no son televisivos sino una deficiente adaptación del folletín por entregas y la narrativa cinematográfica, con su torpe diseminación de tramas, sus ridículas escenas de un par de minutos y sus patéticos picos de intriga al final de cada una de ellas, a fin de no crear en el espectador ninguna exigencia estética innecesaria. Pero al considerar inoportuna una exigencia de esa clase se privilegia un código infantil que abjura de sus precedentes y que trata de convertir al público en un adolescente tardío sin recursos de criterio. Viendo de vez en cuando la reposición de Herència de sang en Notícies Nou nos gana la vergüenza ajena por los escritores y realizadores de la serie, lo mismo que ante cosas como Tío Willy o Manos a la obra se ven resucitados los fantasmas aldeanos de una autarquía expresiva que se creía abandonada para siempre. Ni arte ni ciencia sino todo lo contrario, el entretenimiento que proporcionan la mayoría de series televisivas y sus índices de audiencia quizás constituya un material imprescindible para prédica de sociólogo sobre nuestra miseria cultural, pero resulta extremadamente pobre como expresión de los problemas de una sociedad tratados con solvencia, que es lo que distingue al gran cine desde Perdición hasta Casino pasando por Ocho y medio, El verdugo o El resplandor. Tal vez las cadenas generalistas harían bien suprimiendo el cine de su parrilla de programación, porque lo contrario no hace más que alimentar comparaciones desoladoras. Viendo el otro día la segunda parte de El padrino de Coppola, troceada sin piedad por los anuncios, como si cada centímetro de Las señoritas de Avignon pudiera ser maltratado por la terrible cuña de esa suegra fingida que anuncia detergentes, sobrecoge el esplendor de la puesta en escena que no renuncia al aliento trágico de un Michael Corleone en trance de perder cualquier posibilidad de afecto en nombre de la ambición que lo atenaza. Ya en la primera parte demostró Al Pacino lo que era capaz de hacer en una escena en la que debe matar por primera vez y lo resuelve mediante un asombroso repertorio de una veintena de miradas distintas en apenas tres minutos. Lo menciono porque en esas miradas tempranas figura ya la que adoptará en la agonía del tramo final de la tercera parte. El otro día hablaba Vicente Verdú en estas mismas páginas de la miseria en los años recientes del todo vale en los asuntos del arte. En Fellini por Fellini cuenta el maestro italiano que renunció por decoro a hacerse rico negándose a vender a Walt Disney los derechos para convertir a la inolvidable Gelsomina de La strada en protagonista de alegres dibujos animados. La pregunta es quién de entre los que se consideran profesionales del medio televisivo, o de cualquier otro medio vinculado con las artes y las ciencias, estaría en condiciones de rechazar una oferta semejante con tan risueño futuro de parques temáticos por delante.
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