Meditación fallera
Ya están aquí. Después de meses y meses de presentaciones falleras que, de momento, sólo anidaron en las páginas de sociedad de los periódicos (¡esas inefables fotos grupales de las falleras en la prensa valenciana, con la alineación del equipo titular para la temporada entrante!), al fin, lo anhelado por unos y temido por otros ha llegado. Todos los tópicos de la más previsible crónica fallera empiezan a amontonarse ante nuestros órganos sensitivos: el olor a pólvora, el ruido de las mascletaes (también el de la moderna versión motociclista que las precede y las sigue), la visión mareante de los monumentos en cada cruce de esquinas, el tacto inescapable de las multitudes que nos apretujan, el sabor azucarado de los buñuelos... La gran fiesta valenciana de los sentidos ha comenzado, no sólo en el cap i casal, también en muchas otras localidades. Precedida de les gaiates de Castellón y seguida de les fogueres de Alicante, les falles convierten el tópico en realidad tangible: por encima de cualquier otra divergencia, y las hay en abundancia, todos los valencianos comparten una misma manera de celebrar la festa, una manera que no se da en los vecinos inmediatos, de forma que viene a ser un signo de identidad incuestionable. Eso está muy bien, pero..., ¿hasta qué punto es único, hasta qué punto puede afirmarse que resulta completamente original? Aun a costa de entrar en el terreno resbaladizo de lo políticamente incorrecto, bueno será dar al César lo que es del César. Celebraciones basadas en la pólvora hay muchas, en España y fuera de ella. Por poner un ejemplo extremo: los flemáticos británicos conmemoran con petardos el día de Guy Hawkes, un conspirador que quiso volar el Parlamento, y nunca me quedó claro si lo celebran para festejar su fracaso o para todo lo contrario. En Suiza, país barroco y mediterráneo, como es sabido, existe una fiesta muy parecida a las Fallas, en la que se queman trastos viejos y se echa la gente a la calle. Por lo que respecta a los fuegos artificiales, nadie puede negar que los nuestros son buenos, pero otros -los de Sidney, hace poco, yendo lejos sin ir más lejos, tal vez fueron mucho mejores-. ¿Dónde reside, pues, la especificidad de las Fallas? Desde luego, no es común que una ciudad de un millón de habitantes quede absolutamente paralizada durante toda una semana sin que haya una catástrofe natural que lo justifique. Mucho se ha escrito sobre esto, mucho se ha protestado y algún día alguien regulará mínimamente el caos. Esperemos. Pero, aún así, no creo que ello constituya una singularidad suficientemente reseñable, aunque el orden desordenado de Valencia durante esa semana no deja de ser un pequeño milagro. El mismo talante que lleva a dejar los coches en cuádruple fila sin que la circulación se obstruya y que lleva a construir de manera arbitraria sin que los vecinos queden condenados a circunvalar eternamente una manzana de casas y solares mientras iban a por el pan, ha salvado a Valencia. No, todo esto es notable y singular, explica que cada año haya un millón largo de visitantes, que vienen, y casi medio de damnificados, que huyen, pero no da cuenta de la singularidad de las Fallas. Tengo para mí que lo que de verdad convierte a las Fallas en una fiesta única y excepcional es la entronización del humor que la misma lleva consigo. Entre los muchos ritos que acompañan a una semana fallera, el más curioso es la visita a los distintos monumentos (el ir de fallas, como quien va de compras) y la lectura de los carteles que preceden a cada grupo de ninots. ¿Y qué tiene esto de particular?, se me dirá. ¿No es verdad -como piensan algunos- que el humor fallero no es muy refinado, que está lleno de ribetes machistas, que el horizonte social que manifiesta no deja de ser el de los programas televisivos y el de las revistas del corazón? Posiblemente sea cierto, pero así son las cosas y no hay más cera que la que arde: la gente es, somos, así. Sin embargo, no importa. Con independencia de la forma en que se ríe, el pueblo que vive las Fallas se ríe y, sobre todo, se ríe de sí mismo. Todos los regímenes políticos han intentado instrumentalizar la Festa (por eso, el franquismo le dio alas). Vanamente: lo más que consiguieron fue que la crítica se desviase para otro lado. Y es que, esos rostros desencajados de los ninots, esos cuerpos deformes, esas situaciones inverosímiles, son las de los propios espectadores que contemplan embobados cada falla. Las Fallas tienen algo de carnaval, pero sólo algo. En primer lugar, nadie se disfraza, nadie vive sus sueños. En segundo lugar, lo que estamos viendo no representa una realidad deseada, sino la propia andadura vital mediocre y desesperanzada que somos. Y, no obstante, el pueblo valenciano se ríe. En un mundo en el que las fiestas populares se dedican con denuedo a solemnizar trivialidades falseadas -que si tal batalla, que si tal santo/a, que si tal batalla que ganó tal santo/a-, la fiesta popular de los valencianos, la Festa por antonomasia, no solemniza nada, probablemente porque no cree en casi nada. He aquí la gran lección que los que intentan aprovechar el entusiasmo fallero para manipularlo no han entendido. Es un pueblo amable, pero no es un pueblo fácil. Se ríe de sí mismo y este es un comienzo implacable para la comprensión de todo lo demás. angel.lopez@uv.es
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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