Rey de tulipanes
Escoltados por Briegel, Hrubesch, Kaltz, Schnellinger, Schwartzenbeck, Seeler y por todos los otros enormes guardias de corps del Kaiser Franz Beckenbauer, los alemanes amenazaban con ocupar para siempre los títulos y las canchas. Pero en eso apareció Johan Cruyff.Según la leyenda había salido de la visera de Stefan Kovacs, entrenador del Ajax de Amsterdam y pretendido valedor de un nuevo tipo de juego envolvente que los críticos empezaban a llamar fútbol total. Sobre un interminable horizonte de praderas, tulipanes y niños en bicicleta, el recién llegado rivalizó inmediatamente con Piet Keizer, un exquisito extremo izquierdo por el que suspiraban los camareros y taxistas de la ciudad. A primera vista el aspirante no prometía gran cosa; bajo un desgalichado uniforme al que siempre le sobraban dos tallas, tenía un pintoresco aire de grulla. Entre aquellos fornidos holandeses que manejaban el balón como si fuese una pelota de tenis parecía el espíritu de la golosina: sin duda sería uno de esos adolescentes retrasados que, por falta de efectivos, eran admitidos a regañadientes en los peores equipos de barrio.
En el exterior, impresionados por el esplendor muscular, los críticos se entregaban incondicionalmente al fútbol motorizado de los alemanes. Según todos los indicios, aquel espectáculo no tenía mucho futuro; cuando Beckenbauer, Hoeness, Overath, Netzer y las otras lumbreras locales se jubilasen, sólo quedarían de él un rumor de espinilleras, un manual de traumatología y un inquietante olor a linimento.
Entonces vino Cruyff con sus canillas plastificadas, su perfil de cigüeña y un flequillo de pájaro carpintero. Nadie dio una explicación convincente a su presencia en el deporte profesional: los secretos de aquél huesudo muchacho que recorría el campo en un vuelo de costuras, pliegues y solapas, eran un enigma comparable a la transformación que sufría bajo los focos. De pronto recibía la pelota, se armaba con ella y la llevaba hasta la portería contraria en sucesivas explosiones. Mientras los espectadores apostaban a que en cualquier momento se saldría por el cuello de la camiseta, los cronistas, fascinados por aquel despliegue en el que se permitía cambiar el compás de la jugada a su antojo, le buscaban alguna analogía en los sucesos y fenómenos del momento. Por fin miraron hacia las factorías y consiguieron encontrarla: como los automóviles de última generación, aquel chico desmedrado tenía una caja de cambios con cinco marchas. Había incorporado la quinta velocidad.
Desde entonces, su carrera fue la segunda visión de la aventura espacial. En primer lugar convirtió la selección holandesa en la Naranja Mecánica, y acto seguido viajó a Barcelona para apoderarse del balón, de la Liga y de la tercera corona. Retirados Di Stéfano y Pelé, el trono vacante sería para él.
Su carrera como entrenador fue la segunda parte de una sola historia. A falta de un mando a distancia para gobernar la pelota desde el banquillo, se dedicó a explorar el movimiento continuo. Nunca aceptó la vida tranquila que proporcionan cinco defensores y un volante tapón. Bien al contrario, licenció a todos los matones, sabuesos y francotiradores que encontró en su camino y pidió a los artistas supervivientes que se olvidasen del pelotazo y divirtiesen a la concurrencia. En la aventura, Guardiola descubrió el fútbol radiante, Bakero la trompeta con sordina, Stoichkov la pista búlgara, Romario el regate elástico, y Laudrup, que se miraba en Magic Johnson, el toque imprevisible. Entre todos consiguieron reconstruir al viejo Cruyff.
Nunca tan pocos nos divirtieron tanto.
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