Ruido
MIQUEL ALBEROLA Como cada marzo Valencia vive en un estado de excepción muy particular: son las fallas. La convulsión de la ciudad es irrepetible en cualquier otro tiempo y temperatura. Gobierna la pólvora, el pasacalle, la murga. El ruido. Se produce un secuestro del silencio que impone la permisividad oral, tan acorde con la inicial función crítica del monumento fallero, y crea un manto de impunidad bajo el que se protegen muchas fallas, que no son sino una hoguera retorcida. El ruido crea vacío de poder. Es un ecosistema en el que algunos tipos exangües y aprensivos se vuelven feroces depredadores con más autoridad que un alcalde pedáneo. Cada Hyde usa un pasaporte distinto para viajar hacia el Jekyll que hay en su mapa interior. El ruido es un gran elemento de transformación social. Forma parte del discurso oficial, con todas sus variedades piromusicales. Algunas fallas no sobrevivirían sin el ruido. En este estado de excepción plagado de estrépitos son propicias las sublevaciones particulares contra las monotonías propias, con efectos colectivos de transgresión de la realidad. Algunos valencianos, lejos de representarse a sí mismo, como reza el tópico, escapan de sí mismos. Sin duda, el camino más corto para convertirse en el dueño de la calle es apuntarse a una de estas comisiones y levantar la voz. Pese a su principio de subversión, ciertas fallas son el recinto donde mejor se conservan los valores eternos. Su bandera es la irritación de la belleza femenina y la gastronomía a grito pelado, que son el condimento del patriotismo chico. Estos falleros y falleras han arrebatado el protagonismo a las fallas, muchas veces en base a una necesidad de admiración sin fondo que los mantiene en el desfile permanente, elevando lo excesivo al paroxismo. Quizá sus fallas han ganado monumentalidad, pero han perdido mordacidad. A menudo sólo se levantan con el ánimo de justificar lo que se mueve junto a ellas, para concebir y producir el máximo ruido posible. Por fortuna, todavía quedan fallas que han conservado la frescura necesaria para su resignificación, restituyendo al monumento el protagonismo, la función y el sosiego que las hizo posibles.
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