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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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El "cuoco", el "monsù" y el "chef" JOAN DE SAGARRA

El 26 de abril de 1860, Camillo Benso, conde de Cavour, envía un mensaje cifrado a Giuseppe Garibaldi: "Les macaroni ne sont encore cuit, mais quant aux oranges, qui sont déjà sur notre table, nous sommes bien décidés à les manger". Los "macaroni" son los napolitanos (la Nápoles borbónica, capital del Reino de las dos Sicilias), y las "oranges", las naranjas, son los sicilianos. El conde da a entender a Garibaldi que la operación Unità d"Italia se halla a punto de caramelo y que ésta debe iniciarse por Sicilia, por las naranjas. El 11 de mayo, Giuseppe Garibaldi, Il Leone de Caprera, desembarca con sus Mille en Marsala, se apodera en un periquete de la isla y el 20 de agosto cruza el estrecho, camino de Nápoles, para comerse los macarrones, los cuales, al parecer, están ya cocidos (no al dente; cocidos de solemnidad). No deja de ser curioso que el conde de Cavour planease la unidad de Italia, el reino de Italia, en términos alimentarios, gastronómicos (y encima en francés). Lo cierto es que el lenguaje utilizado por el conde -el de los macarrones y las naranjas- era un lenguaje premonitorio. Porque la unidad italiana se hizo, a partir de Sicilia y pasando por Nápoles, a base de la pastasciutta, y con menos sangre que pummaròla (tomate). Garibaldi y sus camisas rojas unificaron Italia a partir de una cocina sureña a la que 30 años más tarde un romagnolo que vivía en Florencia, Pellegrino Artusi, canonizó en una de las obras maestras de la literatura italiana y de la italianità a secas: La Scienza in cucina e l"arte del mangiar bene. Cuando Artusi publica -en 1891- su libro, puede afirmarse que la unidad de Italia es una realidad hecha de pasta y bendecida por el otro elemento que hace de esa realidad una e indivisible: el Vaticano (Ben mirat, la pizza podría interpretarse como una hostia o un hostión entre pagano y surrealista). Cuanto antecede viene a cuento para presentarles el curso de cocina italiana que cada miércoles se lleva a cabo en el Instituto Italiano di Cultura y que este año corre a cargo del chef (así lo llaman los italianos del pasaje de Méndez Vigo) Alessandro Castro. Alessandro, Sandro Castro, es de Catania, es decir, del país de las naranjas. Hasta los 13 años, Sandro conoció la cocina de la mamma, siciliana; una cocina que no es otra que la del cuoco, del cocinero de la osteria siciliana: la de la mamma es doméstica y la del cuoco es pública. Luego, un buen día, Sandro probó los spaghetti alla carbonara que le hizo su tía Rosa, a la sazón cocinera -en Roma- de Amintore Fanfani, aquel antipático político democristiano siete u ocho veces jefe del Gobierno italiano. Y Sandro, el chaval de Catania, pasó de la cocina de la mamma-cuoco a la cocina del monsù, que es como se llamaba en el sur de Italia al cocinero afrancesado, borbónico. Vamos, el mismo que alimentaba el maltrecho estómago del conde de Cavour. Para Sandro, aquellos spaghetti de la tía Rosa eran un exotismo, norteño, pero nada en comparación con lo que aquel chaval de Catania llegaría a conocer. Sandro, que iba para futbolista -jugó en el Catania, en todos los equipos de Sicilia y en el Pro Patria, el segundo equipo de la Juve-, se hizo cocinero. Recorrió el mundo entero. Un mundo de olores, de sabores, que Sandro olfateaba, gustaba, mordía y engullía con la sabiduría del siciliano -Sicilia es el centro del mundo-, hasta hacerlos suyos. Sandro, que ya era cuoco, por línea materna, y monsù, gracias a la tía Rosa, se hizo chef. Hoy, el chef Alessandro Castro es un cocinero curioso y leído que gusta de preparar menús sobre el Decamerón boccacciano, sobre el Reino de las dos Sicilias, o sobre el bicéfalo personaje de Manolo Carvalho y Montalbán. Y cuando esa cocina temática, o la pedagógica que imparte en el Instituto Italiano -con platos, ay, y cubiertos de plástico, para dar cuenta de unas suculentas costillas a la palermitana- se lo permiten, Sandro se nos escapa a Pamplona, a comerse un pincho de morcilla, o de chistorra, a beberse unos chiquitos y a correr por la Cuesta de Santo Domingo con los toros a sus espaldas. "Soy algo loco", dice Sandro, aquel chaval de Catania. Cuoco, monsù y chef. ¿Va por ahí la cocina? Yo creo que sí. Y cuando veo cocinar a Sandro en el Instituto Italiano no dejo de pensar en Don Fabrizio, príncipe de Salina, el cual, aun sabiendo que "tutto resterà come prima", gustaba de jugar al chef -sin traicionar al cuoco y al monsù- cuando les ofrecía a los notables de Donnafugata su pasticcio di maccheroni. Va por usted, amigo Comadira, siciliano y glotón: "L"oro brunito dell"involucro, la fraganza di zucchero e di cannella che ne emanava non erano che il preludio della sensazione di delizia che si sprigionava dall"interno; quando il coltello squarciava la crosta ne erompeva dapprima un vapore carico di aromi...". "Bon profit".

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