España necesita una política propia ante Malabo
Los autores consideran que Europa se ha quedado sin respuesta frente a las tragedias y al déficit democrático de África
Durante los últimos años, y debido sin duda a la creciente presión de la opinión pública y de los movimientos ciudadanos, la comunidad internacional ha ido implicándose de manera cada vez más decidida en la reparación de situaciones en que la brutalidad o la injusticia resultaba insoportable.Eso fue lo que sucedió en Bosnia, donde, tras un dilatado periodo de indecisión y de parálisis del Consejo de Seguridad, los Estados Unidos y la Unión Europea, la presión militar sobre los distintos grupos implicados puso fin a una de las matanzas más dramáticas de las últimas décadas, facilitando de paso la firma de los acuerdos de Dayton. Con todos los matices que exige la incertidumbre sobre los resultados de una negociación en curso, eso es también lo que ha sucedido en las conversaciones de Rambouillet, cuya virtud más destacable -sea cual sea el final de la iniciativa- es que los esfuerzos diplomáticos se hayan desplegado antes de que la situación en Kosovo alcanzase cotas de degradación similares a las de Sarajevo. Los procedimientos penales emprendidos contra Pinochet constituirían, siempre desde esta perspectiva de mayor implicación de la comunidad internacional, un último y novedoso paso en el intento de poner ciertos límites a la impunidad por acciones llevadas a cabo desde posiciones de poder absoluto.
Lamentablemente, un panorama de estas características, que ha permitido a muchos ciudadanos concebir el futuro con cierto optimismo, no está encontrando extensión adecuada en uno de los continentes donde el respeto, no ya a la libertad, sino a la misma vida humana, está dejando de tener vigencia alguna: África. Una vez constatadas las limitaciones de la aproximación humanitaria que ha prevalecido desde los inicios de esta década, la comunidad internacional parece haberse quedado sin respuestas para afrontar tragedias como las que viven hoy Sierra Leona, Liberia, Congo, Angola o Eritrea. De algún modo, es como si existiese un hábito o inercia intelectual que impide reconocer que esos conflictos no sólo se explican por la herencia colonial. Por determinante que pueda ser ésta, existen también causas internas e inmediatas, entre las que se encuentra el comportamiento brutal y autoritario de algunos líderes y grupos políticos para los que el discurso del atraso de África, de las pervivencias étnicas y tribales, opera muchas veces como una coartada o eximente absoluta de sus responsabilidades.
Si de verdad se quiere que África salga alguna vez de la postración en que se encuentra, será necesario asumir que los africanos no son menores de edad ni padecen ninguna tara congénita que les impida distinguir entre el ejercicio autoritario y democrático del poder. Asumir que son plenamente conscientes -y, por consiguiente, plenamente responsables- de que vulneran derechos esenciales cuando matan, mutilan, torturan o intimidan, cuando coartan la libertad de expresión o cuando manipulan los resultados de unas elecciones que se suelen convocar con el deliberado propósito de buscar una legitimidad formal a través del fraude. Demasiados años de condescendencia de la comunidad internacional hacia situaciones que se considerarían inaceptables en cualquier otra región del planeta, no han dado más resultado que lo que hoy se tiene ante los ojos: miseria, violencia, éxodos masivos, férreas dictaduras.
El próximo 7 de marzo se celebrarán elecciones legislativas en Guinea Ecuatorial. Como país soberano que es, puede optar por un proceso con garantías realmente democráticas o, por el contrario, puede preferir la manipulación de los resultados y la continuación en el poder de quienes lo gobiernan desde el golpe de Estado de 1979. Las trabas administrativas a los partidos de oposición para presentar candidatos en todos los distritos, el uso discriminatorio de los medios de comunicación o la no publicación del censo electoral parecen sugerir que el Gobierno de Malabo ya tiene claras sus preferencias. Ante ello, la comunidad internacional, y en particular España y, a través de España, la Unión Europea, no deberían permanecer pasivas e indiferentes. Porque desentenderse de lo que pase el próximo día 7 no sólo sería incoherente con la actitud que se mantiene en otras regiones, sino que serviría, además, para prolongar las privaciones de la población y, lo que es peor aún, para confirmar una vez más lo fundado de su desesperanza. Guinea Ecuatorial dispone de formidables reservas petrolíferas en explotación, de las que hoy sólo se benefician unas pocas familias. Esta situación de abuso, reforzada por una represión constante de la oposición y de las voces críticas con el régimen de Obiang Nguema, muestra bien a las claras el error de que, más en Guinea Ecuatorial que en otros países africanos sin recursos, se siga insistiendo en las respuestas humanitarias en lugar de en las políticas. Pero, llegados a este punto, el problema es que España parece haber abandonado hace algún tiempo cualquier propósito de tener una política hacia Guinea Ecuatorial. Y, por haberlo abandonado España, lo han abandonado también la Unión Europea y la comunidad internacional. Se ha alcanzado así una situación en que, como en tiempos ya remotos, prima el silencio sobre la verdad, la ocultación de la injusticia sobre su remedio, la componenda amistosa y semisecreta sobre la firme exigencia de que se respeten los derechos humanos y la voluntad de los guineanos convocados a las urnas. España debería retomar la iniciativa en los asuntos guineanos, y las elecciones del próximo 7 de marzo constituyen una inmejorable ocasión. Guinea Ecuatorial es, insistimos, un país soberano, pero su Gobierno debería recibir con toda claridad el mensaje de que hay cosas que ni siquiera la soberanía autoriza a hacer. Esa idea es la que alentó el optimismo con que empezaron a contemplar el futuro muchos ciudadanos que vieron con alivio la implicación internacional en Sarajevo, las conversaciones de Rambouillet o la persecución judicial del dictador chileno. Por lo que respecta a un pequeño y martirizado país africano cuya población quiere a España y sigue confiando en ella, es en manos sobre todo del Gobierno de José María Aznar, de su Ministerio de Asuntos Exteriores, donde está hoy la responsabilidad de no frustrar ni desmentir los tímidos rayos de luz que podrían estar apuntando en el horizonte.
Adolfo Fernández Marugán es miembro de la Asociación de Solidaridad Democrática con Guinea Ecuatorial (Asodegue). Firman también esta tribuna: Jordi Jaumandreu y Jaime Pastor Verdú, miembros asimismo de Asodegue; Raimon Obiols, secretario de Relaciones Internacionales del PSOE; Pedro Marset, responsable de Relaciones Internacionales de IU; Carlos Carnero, eurodiputado del Partido de la Nueva Izquierda; Juan Moreno, secretario confederal de Relaciones Internacionales de CCOO, y Manuel Bonmatí, secretario ejecutivo de Política Internacional de UGT.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.