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"Presos" menores de tres años

La pequeña pasó los primeros días fuera del penal cerrando de forma obsesiva todas las puertas que encontraba abiertas en su nueva casa. Había entrado en la cárcel de Picassent con apenas seis meses, cuando ingresó allí su madre; las puertas cerradas eran la única realidad que conocía. Allí dentro (una de las palabras con mayor carga simbólica para los pequeños protagonistas de este relato) esta niña disfrutaba del cariño de su madre, una guardería modélica pintada con los colores del arco iris, un patio de juegos con toboganes, piscina, excursiones, médicos, educadoras y demás funcionarios que se desvivían por ella. A pesar de todo, esta niña vivía encerrada en una cárcel, la residencia actual de 25 niños menores de tres años, hijos de reclusas. La dirección y los profesionales (educadores, pedagogos, psicólogos...) del presidio de Picassent, así como algunas reclusas y ex presidiarias que cumplen la última parte de su condena en casas tuteladas reconocen abiertamente el amplio catálogo de efectos negativos que supone la vida en prisión para los más pequeños. Mientras vigilan con el rabillo del ojo el juego de los niños en un patio de cemento cercado por altos muros y alambre espino, las educadoras comentan el extraño efecto que les producen las palabrotas y la jerga carcelaria en bocas tan pequeñas. En su vocabulario el chabolo es la celda en la que duermen, el tigre es la letrina y el talego el lugar que habitan. También hablan de los comportamientos agresivos que les inculcan algunas madres. "¡Como no le pegues te arranco los cachos", arengan varias internas a sus niños cuando riñen con otros, según las educadoras. Pese a todo, reconocen el esfuerzo de muchas reclusas para que sus pequeños no se den cuenta de que viven entre rejas. Remedios, una interna de 26 años, endulza la realidad para su niña: "Esto no es la cárcel, es nuestra casa; aquellas no son funcionarias son unas señoritas...". "El entorno es agresivo o agradable según lo que tú hagas", predica esta mujer, que se confiesa "incapaz" de dormir sin abrazar a su pequeña. "Si la sacas a la calle [a la niña] te pierdes lo mejor, sus primeras palabras, su primeros juegos... ya me perdí la infancia de mis hijos mayores y no quiero que ésta crea que soy su tía cuando salga de la cárcel", reflexiona Remedios, una de las 25 reclusas, del módulo de madres. Le interrumpe Dolores, una interna de 23 años. "Prefiero que mi niño esté fuera, voy a enviarlo con mi madre porque el delito lo cometí yo, no él". A pesar de que sólo tiene "un añito", Dolores es consciente de que su hijo "sabe que está encerrado y que cada noche una funcionaria viene para chaparlo junto a su madre en una celda". Otras reclusas reconocen que no les gusta que sus niños estén ahí pero no tienen familiares que se encarguen de ellos. Los niños con más de dos años son, en opinión de las educadoras, los que más se percatan de que el patio está acordonado por una concertina (alambre espino), que unas señoras uniformadas abren y cierran puertas, ordenan y cachean a sus madres. La rutina carcelaria, estar todos los días en el mismo patio y en la misma celda, crean un ambiente "pobre de estímulos que en nada favorece su educación, se convierten en niños menos espabilados que los de fuera", detalla una profesional que atiende a la población infantil del presidio. "Ven a muy pocos hombres, cuando aparece alguno hay niños que se agarran a ellos y les llaman papá", atestigua. Lanzamiento de huevos Ángeles, una ex reclusa que vive en una casa tutelada, recuerda cómo las internas se tiraban los huevos duros a la cabeza durante el desayuno. "Los niños se ponían nerviosos y subían a las celdas sin comer", rememora, "yo entré a mi pequeña porque no sabía cómo era la cárcel, ahora no lo haría". A su compañera de casa, una ex presidiaria británica, le aterraba que su hija (la niña que cerraba todas la puertas) "cogiera alguna infección en la cárcel". "Allí dentro hay que hacerse la dura para sobrevivir", asegura. "Estás muy agobiada, porque hay mucha tensión y los niños lo notan", tercia Ángeles. A los niños que entran en la cárcel con pocos meses cuesta sacarlos de excursión la primera vez y se asombran al descubrir el mundo exterior. "Se quedan pasmados cuando ven un perro o un coche", comenta una educadora, "pasan horas tocándolos de arriba a abajo". A partir de ese momento, la vida en prisión ya no es lo mismo. "Cuando saben lo que es estar en la calle son reticentes a entrar a la cárcel, lo pasan mal entre cuatro paredes", detallan. Pero las profesionales del módulo de madres admiten que muchos niños provienen de familias marginales y que, si estuvieran en la calle, podrían estar sin escolarizar y en malas condiciones higiénicas y alimentarias. Pese a los efectos negativos, no han apreciado retrasos en el habla y dicen que su guardería, Los soletes, tiene la misma calidad que las de la calle. Con la diferencia de que la matrícula está abierta todo el año.

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