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Tribuna
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La risa

La sentencia psicológica enseña: "Todos aman a quien se ríe de sí mismo". Una abundante literatura destinada a ofrecer métodos para alcanzar la autoestima busca hoy apuntalar la conciencia de millones de ciudadanos vacilantes, gentes corrientes, pusilánimes a granel. Sin embargo, el triunfo final de ese proceso hacia el amor propio, la máxima recompensa del autorrespeto, se consigue el día en que el sujeto llega a burlarse de sí mismo. En definitiva, sólo los que consiguen amarse de verdad acceden al gozo de tomarse a broma.La risa no es siempre sana ni liberadora, según muestran los arrebatos de nuestro mismo presidente Aznar. Hay risas nerviosas, muy nerviosas, y risas exacerbadas o pavorosas. Hay también quien ríe por reír, que sufre las risas como rictus o que soporta risas tontas. Ninguna de ellas convoca el amor o la simpatía de los semejantes. Cada una de ellas parece señalar por exceso la afectada personalidad de quien la enseña, y de esa manera, su presencia se extraña más.

Por el contrario, quien puede reírse francamente de sí mismo regala los espacios ocupados por su ración de orgullo y obtiene, a cambio, mayores proporciones de aceptación. Quien se ríe de sí se quita un tremendo peso de encima y de paso se lo quita a los demás.

Aligerado y lavado por la autoburla, cualquiera sale de ese trance mejorado. Sostener el yo a pie firme, tóxico, enhiesto y sin descanso aísla y fatiga mucho, pero hacer chanza sobre el propio fuste es como pasar por un balneario de lujo. Aliviados, adelgazados, aminorados de vanidad, quienes ríen de sí se vuelven personajes más fáciles de entender, de ser recibidos, hospedados o perdonados y, al cabo, propensos a ser amados como una íntima insignia de la indigencia y la imperfección general.

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