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Hombres de luz

LUIS MANUEL RUIZ Todavía debe andar por mi casa el libro en el que aprendí, a esa edad en que uno frecuenta poco más que tebeos y álbumes de cromos, lo que significaba la pertenencia a esa cofradía misteriosa de que las páginas hablaban con un tono entre épico y quejumbroso, la de los andaluces. Recuerdo el libro, un volumen de cartoné verde ilustrado por alguien que debía tener prisa, editado por una entidad bancaria foránea en el alba de nuestra autonomía, sobre principios de los ochenta. Allí leí yo que el andaluz era el pueblo más vetusto e ilustre de la Península, que fue Jardín de las Hespérides para fenicios, griegos, tartesios; que Andalucía no sólo era la región más antigua de España, sino también la más sabia, la más amante del espíritu, las artes y las ciencias, porque mientras el bárbaro norte oponía sin cesar sus armas al avance de la civilización, nosotros nos habíamos sometido con una inteligente docilidad a romanos y musulmanes; que la prosperidad de Córdoba, de Granada, de la Sevilla de la plata no llegó a ser igualada por ninguna ciudad castellana de la posteridad; que fueron las vejaciones del centralismo las que marchitaron nuestro esplendor, a cuya resurrección el autor del libro instaba haciéndose eco del glorioso himno de Blas Infante: Los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos, hombres de luz y demás. Siempre que se acerca el 28-F yo me acuerdo con una sonrisa de mi libro, y alguna vez lo he buscado por los estantes del salón para volver a comprobar qué criatura tan obediente puede volverse la historia si uno la domestica con el rigor preciso. Según el libro, ser andaluz era un extraño honor en los tiempos de barbarie en que vivíamos, tiempos marcados por el materialismo y las crisis petrolíferas; el andaluz era el último vástago de una estirpe de poetas y científicos aplastada por el peso asfixiante de una España que le extraía lo mejor de su savia para no entregar nada a cambio. Los hombres emigraban a ser explotados en campos ajenos; las riquezas eran esquilmadas por empresas de Madrid o Barcelona sin que los beneficios asomasen a nuestros bolsillos. Afortunadamente, con el advenimiento de la autonomía esa injusticia tocaba a su fin: Andalucía volvería a ser la nación preclara de siempre, y sus hijos pasarían otra vez de jornaleros a filósofos. Supongo que gente como yo, que ha crecido con el Estatuto de autonomía igual que con la Constitución, no está capacitada para entender, por el necesario efecto de contraste, cuáles son las salvíficas bondades de una y otra entidad. Podemos decir que Harrison Ford está ya viejo, o que Michael Jackson no ha pasado toda su vida de ser un manta; me temo que con la misma despreocupación podemos reprochar a la Constitución su candidez y a la autonomía andaluza cuanto en ella hay de arreglo para salir del paso. Nadie llega a creer en serio en la nación andaluza, no a la manera en que otros creen en Cataluña, Euskadi o ese monstruo contradictorio que llaman España. Por aquí abajo todos somos gaditanos, cordobeses, sevillanos, nunca andaluces: ese nombre nos sienta tan largo como el uniforme que pertenece a otra persona y que por algún turbio complejo de inferioridad política nos obligamos a vestir.

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