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Del desencanto al mejor de los mundos

¿Recuerdan? Gastó ríos de tinta y a él se apuntaron muchos luchadores por la democracia cuando descubrieron que ésta no era precisamente jauja y que el gozo de la libertad era compatible con el desasosiego producido por la pervivencia de resabios franquistas tanto en la sociedad española como en su clase política. Se llamó "desencanto" y proliferó especialmente con la llegada al Gobierno del PSOE allá por el 82. Después de casi cuarenta años de represión y clandestinidad, resultaba que la izquierda en el poder hacía cosas que estaban muy alejadas de sus presupuestos ideológicos, contemporizaba o hacía la vista gorda con otras y, en general, asumió modos y maneras políticas que hasta aquel entonces, ingenuamente, se creían patrimonio de la derecha. De hecho, la izquierda gobernante apenas cuestionó nada, asumió himnos y banderías que le eran ajenos, abandonó cualquier tentación de utopía, y el manto del posibilismo socialdemócrata cubrió de color gris las promesas de cambio. La pérdida de la inocencia que conlleva siempre el ejercicio del poder originó el por aquel entonces traído y llevado desencanto. Un sentimiento que, dejando aparte su dosis de infantilismo, tuvo la virtualidad, positiva, de estimular la insatisfacción y la crítica.Se exigía a los Gobiernos socialistas probablemente más de lo que éstos podían dar. Pero esa exigencia cumplió un papel de relativa importancia al estimular el inconformismo frente al pragmatismo que aventó demasiado deprisa las ilusiones que muchos habían mantenido con sangre, sudor y lágrimas durante la dictadura. ¿O fue la derecha la que luchó por las libertades de este país? El "desencanto", en el fondo, concebía la democracia como un punto de partida, no de llegada como parecían concebirla algunos políticos deslumbrados por los oropeles del poder y desnortados ideológicamente que, con el pretexto de dignificar la autoridad, acabaron asumiendo una tras otra pautas de comportamiento cívico que teórica e históricamente les eran ajenas. La mayoría absoluta en el Parlamento, asentada en tres legislaturas sucesivas, no sirvió para transformar la sociedad. Si acaso, sólo para retocarla o modernizarla, concepto y palabra cajón de sastre en la que cabían desde la ratificación de la permanencia de España en la OTAN a la justificación del alejamiento de los sindicatos de clase, demonizados y acusados de estar anclados en el pasado. Por no hablar del descrédito de lo público frente a la exaltación de lo privado como compendio de eficacia y modernidad. O de leyes tales como las llamadas de Orden Público o la de Extranjería. Es decir, que incluso antes de que los escándalos de corrupción y los abusos en el ejercicio del poder dieran al traste definitivamente con las esperanzas levantadas por el acceso al poder de la izquierda, el "desencanto" había tenido antes razones sobradas para manifestarse y expresar su decepción.

No fue, sin embargo, a pesar de su mala prensa, una actitud que con la perspectiva de los años pueda considerarse estéril. De hecho, sirvió como contrapeso crítico, aunque mínimo, a las adherencias espurias que a gran velocidad se fueron incorporando a la imagen de la izquierda diluyendo y difuminando sus señas de identidad. Para sorpresa de algunos, las críticas a los socialistas no venían sólo de su flanco derecho, sino también de sectores sociales considerados sociológicamente como afines. Ello hizo que ciertos estropicios políticos perpetrados desde el poder, y que contaron con el beneplácito más o menos explícito conservador, no sólo no pasaran desapercibidos, sino que, muy al contrario, encontraron relativa resonancia ante la opinión pública. Lo cual tuvo su importancia porque así, de alguna manera, se rompía el hermético cerco que el PSOE como partido y como Gobierno imponía a disidencias y heterodoxias respecto a su modo de hacer, o de no hacer, las cosas.

En los años ochenta, ésta era todavía una democracia joven. De modo que algunos hechos y actitudes que hoy se consideran como normales e incluso inevitables del ejercicio del poder, y que encuentran escasos ecos críticos, causaban entonces escándalo y polémica. Pongamos, por ejemplo, la utilización de la mayoría absoluta parlamentaria obtenida en las urnas para orillar y menospreciar de hecho las iniciativas de la oposición, aquello que se llamó e hizo famoso "rodillo socialista". O lo del amiguismo o el "carnet en la boca" para acceder a determinados cargos públicos. O las amistades o parientes del presidente de Gobierno, objetos de milimétrica atención, y de alguna que otra campaña mediática. O el uso y abuso de los medios de comunicación públicos al servicio del Gobierno. O el desprecio al Parlamento por desplazar fuera de él los debates de la actualidad política y pactar a su margen, con los poderes fácticos o con otras fuerzas políticas, esto o aquello. O el "cesarismo felipista", la arrogancia de altos cargos, el uso indebido de los coches y demás vehículos oficiales... Por no hablar de las "votaciones a la búlgara", el pago de favores electores con prebendas, la cultura de la subvención, la adhesión inquebrantable al líder, los "congresos del pesebre", en referencia al alto número de cargos presentes como delegados en los cónclaves socialistas; el entreguismo por mantenerse en el poder a los nacionalistas catalanes...

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¿Qué pasa? ¿Por qué aquello que escandalizaba entonces, ahora carece de la más mínima importancia? ¿Lo que era entonces malo y digno de escarnio es hoy admisible y bueno? Se diría que así es, efectivamente. De hecho, el desencanto ha sido sustituido por una sensación de autosatisfacción y complacencia generalizada, de hacer la vista gorda ante toda la letra pequeña, que con frecuencia no es tan pequeña, ante las lacras que arrastra el ejercicio del poder, aunque en su origen sea intachablemente democrático, y que poco a poco van enraizándose y entronizándose socialmente como hechos, además de disculpables, imposibles de erradicar. Lo que inevitablemente conlleva al desprestigio de la política y de los políticos. No sólo eso. Se diría que empieza a aceptarse que el nivel de los comportamientos antidemocráticos es como el desbordamiento de los ríos: si no llegan a ciertos niveles catastróficos, no merecen canalizarse y encauzarse para prevenir en el futuro males mayores. Parece que eso pasa con la política: si no hay casos de corrupción o desvío de poder muy graves, pongamos los GAL o el caso Roldán, otros desvaríos y corruptelas muy bien se les pueden perdonar e incluso aplaudir a los políticos como tributo a sus desvelos y como prueba de que las cosas son así y no pueden ser de otra manera. Peligrosa teoría a la larga, e incluso a la corta, para la salud democrática de un país, esa complacencia ciudadana con los pecados supuestamente veniales de sus políticos, elegidos se supone que no sólo para ordenar y gestionar las grandes cuestiones, pongamos la entrada en la Europa del euro, sino también para ejemplarizar conductas cívicas.

Pero he aquí que, como por arte de magia, olvidado cualquier sentimiento regeneracionista, el desencanto se ha esfumado como fruto de otra época. Entramos a velas desplegadas en el mejor de los mundos, autosatisfecho consigo mismo, encantado como los nuevos ricos de haberse conocido y complaciente. Un mundo que vuelve a ser exportable además como modelo para el resto de los países de nuestro entorno. Sólo nos queda dar las gracias por el privilegio de ser españoles, blancos y vivir esta hora de esplendor sin mácula.

Pedro Altares es periodista.

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