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Reportaje:PLAZA MENOR - PLATERÍA DE MARTÍNEZ

Del orgullo artesano

Abrumada, acomplejada, humillada y humilde ante la magnífica competencia que se despliega a su alrededor, la plazoleta dedicada al platero Martínez, artesano entre artistas, se resigna a pasar inadvertida en la vecindad del paseo y del Museo del Prado, a la sombra de Apolo, marginado también, aparcado en el cercano bulevar como un dios de segunda clase, celoso del triunfante Neptuno y de la mayestática Cibeles.El Martínez de la plaza fue un exquisito orfebre que perfeccionó su oficio y su negocio viajando al extranjero, toda una extravagancia para sus colegas de siglo, el XVIII.

El master de Martínez encontró la homologación y la promoción del ilustrado déspota y campeón cinegético CarlosIII, que, por real pragmática, convirtió sus talleres en escuela para los jóvenes que quisieran aprender el oficio de la platería.

El inmueble, edificio singular, neoclásico y ecléctico, testigo y testimonio del pensamiento ilustrado y despótico, terminaría por sucumbir ante la piqueta del progreso que invocaba, sin que valieran nada los trenos y lamentaciones de los ciudadanos sensibles y de los cronistas honrados, como nuestro imprescindible cronista Pedro de Répide, que preservó su memoria con esta descripción: "La fachada principal era de orden dórico enriquecida con una columnata que daba entrada al peristilo, rematando en un gracioso ático, sobre el cual estuvo colocado un grupo escultórico que representaba a Minerva premiando las nobles artes. Servía de ornamento al plinto de las columnas una colección de vasos etruscos".

Entre capiteles dóricos y columnatas jónicas, ornamentaciones corintias y alegorías etruscas llegaron a trabajar 200 artesanos plateros, orgullosos descendientes de los orfebres de la fragua de Vulcano reconvertidos en diseñadores de cuberterías y objetos suntuarios.

El lujoso establecimiento sirvió para otros fines no menos nobles. En 1823, el rey felón, Fernando VII, el malo oficial de nuestra historia, arremetió, una vez más, contra los liberales y las libertades, y en uno de sus arrebatos absolutistas y egocéntricos la tomó contra el Ateneo, donde ilustres ciudadanos ejercían sin control la funesta manía de pensar en voz alta. Abolida la institución por real rabieta, los ateneístas pusieron a salvo sus muebles y archivos en el edificio de Las Platerías hasta que, muerto el perro y acabada la rabia, en 1834, los rescataron y devolvieron al resucitado instituto de la calle del Prado. Don Pablo Cabrero, nieto político del platero Martínez y coronel de oficio, además de rescatador de los bienes del Ateneo, se transformó en anfitrión y mecenas de literatos y artistas de los vastos salones de su casa, escenario de veladas artísticas, galas benéficas y saraos cortesanos.

Amargamente se lamentaba Répide en su crónica sobre la destrucción de este edificio, pilar de la vida cultural y social de la villa y del destino de sus tesoros ornamentales y arquitectónicos. "Salvóse del derribo", escribe, "la hermosa columnata, que durante mucho tiempo quedó en venta al precio de 10.000 pesetas, cantidad que bien pudo dar el Ayuntamiento de Madrid para utilizar aquel elemento decorativo en cualquiera de las construcciones que emprendiera. Al fin, aquella graciosa muestra del arte neoclásico salió de Madrid, habiendo cabido al Círculo de Bellas Artes de Valencia el honor y el buen gusto de adquirirla.

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La plazoleta de la Platería tiene una ingrata forma de Y que engrosa las calles de las Huertas y de Moratín, que confluyen aquí brevemente antes de desembocar en el paseo del Prado. En el reducido triángulo que le otorga el rango de plaza hay un monumento de tamaño discreto que preside un cabezón de piedra; el cráneo poderoso y rotundo se impone bajo las severas facciones de quien, sin duda y a juzgar por estos atributos, debió de ser enorme pensador. El busto pertenece a Vázquez de Mella, político y orador carlista de despampanante retórica y fogoso verbo, que dedicó los mejores frutos de su privilegiado cacumen a andarse por las ramas y las frondas del profuso bosque genealógico de la hispanidad militante y cavernaria.

No caben muchas más cosas en esta plaza diminuta que preside la fuente monumental consagrada al tribuno, con sus leones alados y sus infantes de bronce, congelados por el fuliginoso aliento del orador al que rinden inmutable pleitesía. Un viejo y un nuevo café comparten los bajos de la escueta fachada frontal a espaldas del monumento; el café moderno hace esquina con Moratín, fiel parroquiano y cronista teatral de estos establecimientos. Los dos locales podrían resumir dos modos de vida y de comercio en los confines del barrio de Las Tablas y de Las Letras, de Las Huertas y de Las Musas, que acompañaban a los más ilustres poetas noctámbulos de la Villa en sus excursiones al Prado.

Las letras de esta plaza fueron durante muchos años de periódico, los grandes titulares del diario Pueblo, que tenía su Redacción, talleres y guía ideológica en un edificio de ladrillo prolongación de la maciza y vertical mole de la sede de Sindicatos, hoy Ministerio de Sanidad y Consumo. Del edificio de Pueblo sólo se conserva el esqueleto metálico, convenientemente cubierto tras la última remodelación. Del extinto diario, toda una institución de la prensa madrileña de la tarde, queda memoria en la rotulación de algún bar superviviente y en las nostálgicas incursiones que de vez en cuando emprenden viejos reporteros a la busca del tiempo perdido. Polémico, audaz y amarillista como su mentor, Emilio Romero, Pueblo creó una escuela que supo quitarle plomo a la aherrojada prensa de la época con desparpajo y garrulería como adalid de una imposible prensa popular.

El coqueto inmueble de la Embajada siria y el lateral de la mole ministerial cierran la plaza encajonada.

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