Bibiana Fernández, ¡banzai!
A ntes que las playas fueron las rocas -así ocurrió en Málaga-, de modo que lo que hoy mismo es una larga bicha amarilla de arenas que delimitan el sur de esta ciudad -allá donde Málaga pierde su nombre y comienza el Mediterráneo- puesta de bruces al mar por sus paseos marítimos, fue hace años un roquedal hecho a base de pedruscos entre los cuales vivían ratas, gatos embrujados, cancos aguardando siempre la llegada de la noche y, con ella, las primeras pichitas de inocentes camino del barrio de Pedregalejo, parejas sin 500 pesetas para una habitación triste en los alrededores del puerto, viejas prostitutas de a 20 duros un manual -o dos-, El Lengua, Mariquita la Fantástica, El Puto Pedro y demás seres nocturnos cuya existencia apenas podía detectarse con los primeros rayos de sol. Un sol gordo y apabullante, auténtico tortillón de papas del sur de Europa, que desde las ocho de la mañana recalentaba los peñascos de la costa malagueña permitiendo, fuese verano o invierno, el lagarteo de los seres humanos que tendían sus cuerpos sobre aquellas piedras de la escollera de mi adolescencia y de la de Bibi, por entonces La Manoli. Justo cuando comenzaban a llegar los albañiles que construyeron la ristra de mojones -son aparentes edificios de oficinas y viviendas- que bordean el Paseo Marítimo de Málaga, en esas rocas se tumbaba una Bibi de 18 años que, conforme transcurría la mañana y el sol le resudaba la piel, iba desprendiéndose de ropa hasta llegar a un sucinto tanga que ponía al viento de la libertad, por entonces imposible -estamos en 1972-, dos tetitas ácidas como dos manzanas de primavera. A la vista de aquel fenómeno, el gremio de la construcción descendía berreando desde los andamios, dispuesto para devorar el cuerpo insolente de Bibiana joven. Ella aguardaba la irrupción de los cien mil verracos incendiados que corrían hacia las frutas de su pecho rugiendo de sexo y de calor, y, cuando el zarpazo era inminente, apenas separada de las hordas de Atila por dos metros de piedras desgreñadas, Bibiana se desprendía de su única pieza mostrando al mundo y a las tribus de albañiles su cuca de andrógino provocador. Entonces, la turba emitía sentencia (¡A apedrearla, pa que aprenda el mariconazo!). Era tarde: Bibi, en un arpegio de sí misma, se elevaba de un salto por los aires -Venus con falo entre las peñas- hasta entrar de cabeza en el mar, por donde se perdía (¡Maricona, ven acá pacá! ¡Bicho!) nadando hasta la bocana del puerto. Y así una, y dos, y tres, cien veces. Por aquella Málaga de los setenta anduvo Bibi vendiendo la rápida, aguantando más de veinte pelmazos que por la mañana la insultaban y por la noche le juraron amor eterno, saltando de peñasco en peñasco perseguida a muerte por el sindicato vertical de la construcción, evitada en los autobuses y en los bares, solícita con un señorío nocturno que concluía la juerga en las ventas de la carretera de Los Montes, aguantando mecha en una ciudad con vocación de pueblazo grande en cuyo escudo late un lema regalado por no recuerdo qué soberano cochambroso: "La primera en el peligro de la libertad". Bibiana pudo creérselo. Así le fue en la Málaga de entonces: pareja fija de un yonqui que terminó reventando, o ponía tierra por medio o acababa sus días bajo tres metros de tierra con un manojo de algas de la playa de La Misericordia. En Madrid le echó horas al alterne y a la barra fija. Cantó, hizo gimnasia, tomaba copas en Chicote y en la Cuesta de las Perdices, grabó su película -Cambio de sexo-, más copas en Malasaña, La Mandrágora de Joaquín Sabina, macarras de ceñido pantalón, amnistía y libertad, aquí se ve la fuerza del pecé, un vampiro con la capa de Arias Salgado, los bugas de la UCD, la Constitución, el 23-F, Calvo Sotelo haciendo el don Tancredo en la Carrera de San Jerónimo, la libertad, la tele, remando al viento con Gonzalo Suárez y Lord Byron, Almodóvar. O sea, de Madrid al cielo, pasando temporadas en Málaga para ver a su madre: palmas y ¡oles! en su refajo de vedette. Y ¡Morena de mi perdición! Morena, con mechas rubias, de Tánger y casi puedo jurar que del 54 (pedazo de favor que te hago, Bibi), Bibiana Fernández la ha cagado otra vez en Málaga, la tierra que no la parió. Víctima de su habitual miedo escénico y con un pie (¿calzará el 44?) metido hasta la lesión en la noche discotequera con su Asdrúbal -ha tenido novios, a los que siempre fue fiel sucesivamente, incluso en el equipo olímpico de waterpolo-, Bibiana dejó plantadas a 4.000 criaturitas y tres cámaras de televisiones variadas. La esperaban para el pregón del carnaval -en Málaga, o eres pregonero o te pregonan-. 4.000 criaturitas, sobrinos-nietos de aquellos cien mil verracos de la construcción, que hoy mismo le están mentando su recién difunta madre, jaleadas por cierto medio de incomunicación. Justo ahora, cuando el Parlamento de Andalucía ha dicho que el cambio de sexo va de gratis. Ahora, mucho después de que este pedazo de ser humano gritase ¡banzai! y fuese ya para siempre la primera y única en el peligro de su libertad.JUVENAL SOTO
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.