Verdad jurídica y política penitenciaria
"Jurídicamente está usted equivocado, porque políticamente es usted minoritario". Así le contestó hace más de una década un diputado francés de la mayoría a otro de la oposición que había basado su crítica al Gobierno en un razonamiento jurídico. La frase, que se hizo famosa, fue justamente censurada por lo que tiene de menosprecio de la esencia del Estado de derecho: que la Constitución y el ordenamiento jurídico son el límite de la acción gubernamental, incluso cuando se apoya en la mayoría parlamentaria. La anécdota es reveladora del cuidado con que han de manejarse los argumentos jurídicos en el debate político. Hay que atenderlos con cuidado. Pero el mismo cuidado debe ponerse al formularlos, porque no existe acusación más grave para el Gobierno en un Estado de derecho que la de incumplir la ley, y, especialmente, la de incumplirla infringiendo los derechos de los ciudadanos. Sorprende, por ello, que se califique de "estéril" la polémica sobre si los presos tienen o no un derecho subjetivo a cumplir las penas privativas de libertad en centros próximos a su medio social de origen (Emilio Olabarría Muñoz, Manipulación y política penitenciaria, EL PAÍS, 25 de enero). La polémica, lejos de ser estéril, es esencial. Si existiera ese derecho subjetivo, el Gobierno estaría privando de forma injustificada a algunos presos de algo que les pertenece. Pero si tal derecho no existe, quienes ruidosa y repetidamente han afirmado lo contrario habrían introducido una falsedad jurídica en el debate político, creando una distorsión cuya gravedad resulta clara si se considera que en el debate participan grupos que todavía no han aceptado plenamente las reglas del juego democrático. Examinemos, pues, los términos de la cuestión. El artículo 12.1 de la Ley General Penitenciaria, de 26 de septiembre de 1979, dice lo siguiente: "La ubicación de los establecimientos será fijada por la Administración penitenciaria dentro de las áreas territoriales que se designen. En todo caso, se procurará que cada una cuente con el número suficiente de aquellos para satisfacer las necesidades penitenciarias y evitar el desarraigo social de los penados". Este precepto establece un criterio orientativo de la política penitenciaria, que deberá así tender a no alejar a los presos de su medio social. No es ésta la única orientación que el ordenamiento jurídico marca a la política penitenciaria. Nada menos que la Constitución, en su artículo 25.2, declara que "las penas privativas de libertad (...) estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social...". En interpretación de esta norma, el Tribunal Constitucional sostuvo ya hace más de quince años, y lo ha reiterado después, que no es posible transformar "en derecho fundamental de la persona lo que no es sino un mandato del constituyente al legislador para orientar la política penal y penitenciaria, mandato del que no se derivan derechos subjetivos" (Auto 15/1984, de 11 de enero). Una conclusión se impone con toda claridad: si el preso no tiene un derecho subjetivo a la reeducación y reinserción social (a pesar de la orientación constitucionalmente fijada en este sentido), mucho menos lo tendrá a cumplir la pena cerca de su medio social, pues, en este supuesto, el criterio de orientación no tiene rango constitucional. Otra argumentación, alternativa a la obviamente errónea del derecho subjetivo, podría seguir esta línea: quizá no infrinja el Gobierno ningún derecho subjetivo con el no acercamiento de los presos de ETA, pero se aparta de un criterio legal de obligado cumplimiento. Sin embargo, esto tampoco es cierto. Y la prueba se encuentra, una vez más, en la jurisprudencia que interpreta el artículo 25.2 de la Constitución. Ni siquiera los principios de reeducación y reinserción contenidos en dicho artículo se imponen de forma rígida e insoslayable. Tales fines reeducadores y resocializadores no son los "únicos objetivos admisibles de la privación penal de la libertad" y, por ello, no puede considerarse contraria a la Constitución "la aplicación de una pena que pudiera no responder exclusivamente a dicho punto de vista" (sentencia del Tribunal Constitucional 19/1988, de 16 de febrero). El artículo 12.1 de la Ley General Penitenciaria no contiene, pues, un mandato incondicionado, sino una recomendación, que habrá de seguirse si ello no pone en peligro principios superiores de la institución penitenciaria, comenzando por los constitucionales de reeducación y reinserción. En realidad, el acercamiento del preso a su medio social se concibe principalmente como un instrumento al servicio de la reinserción. Ése es el sentido de la Resolución de Naciones Unidas de 1990, citada por Emilio Olabarría, y en cuyo punto 10 se habla de crear, con la ayuda de la comunidad, condiciones favorables para la reintegración del ex preso a la sociedad. Pues bien, parece claro que el sector social con el que se relacionan los presos de ETA no contribuye a su reinserción, sino que más bien los anima a permanecer sujetos a la disciplina de la banda; con lo que el acercamiento pierde su razón de ser institucional. Por otro lado, el Tribunal Constitucional ha recordado algo tan elemental como que "la retención y custodia de los internos constituye (...) una de las finalidades de la institución penitenciaria" (sentencia 57/1994, de 28 de febrero). De ahí que el Reglamento Penitenciario de 9 de febrero de 1996 se refiera en su artículo 73.1 a las "normas o medidas que persiguen la consecución de una convivencia ordenada y pacífica que permita alcanzar el ambiente adecuado para el éxito del tratamiento y la retención y custodia de los reclusos". Lleva ello a concluir que otra razón para que la Administración penitenciaria no siga la recomendación de acercamiento es la de salvaguardar la convivencia ordenada y pacífica en sus establecimientos. En efecto, la concentración en pocos establecimientos de grupos numerosos de presos sometidos a la disciplina de una banda armada plantea evidentes problemas de régimen interior. En este sentido, el artículo 102.5 c) del Reglamento Penitenciario dice que se clasificarán en primer grado los internos peligrosos, ponderando la concurrencia de factores tales como la pertenencia a bandas armadas, mientras no muestren signos inequívocos de haberse sustraído a la disciplina interna de dichas bandas. A la luz de lo expuesto, no parece que sea posible sostener razonablemente que en el caso de que se trata el Gobierno esté obligado a seguir la recomendación del artículo 12.1 de la Ley General Penitenciaria. Éste es el planteamiento jurídico dela cuestión y sobre él debe construirse el debate político, que, sin duda, puede hoy tener lugar en un contexto más esperanzador que hace un año. Pero mal contribuirá a ese debate quien empiece falseando o escamoteando su base jurídica.
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