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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Llega un autocar

Can Brians es un agujero en medio de nada. Un fugitivo se vería allí en graves problemas. Primero, su cuerpecillo exhausto sería como una mosca en la nieve. Luego, una vez libre, habría de saber qué hace un hombre entre la nada, y éste no es conocimiento al alcance de cualquiera. Los sábados y los domingos llega un autocar hasta Can Brians desde Barcelona. Siempre lo conduce el mismo hombre y va y viene siete veces al día. El primer viaje lo hace a las ocho de la mañana, desde la ciudad, y el último desde la cárcel, a las seis y media de la tarde. No parece que sea el mejor autocar que tiene la compañía, por lo demás antigua y próspera. En él viajan hombres, y más mujeres y niños. Casi todos se han vestido con una cierta calma y las mujeres, muy jóvenes algunas, van fuertemente maquilladas, nocturnas siempre, aunque viajen con el sol deshaciendo los campos. Entre los viajeros, casi siempre, algún abogado joven, taciturno, soñoliento, camino de un preso insignificante y difícil. La animación nunca falta: es un trayecto corto, de media hora, pero da tiempo a comer y a beber, a abrocharse un walkman muy flamenco y, algunas mañanas vivaces, a palmear por alegrías, que es un cante matinal y abierto. Alguna vez sucede que cuando el autocar arranca, una anciana ágil y valiente le ha cerrado el paso, y con los brazos muy abiertos ha exigido que la dejaran subir. Ha entrado resoplando y maldiciendo y ha empezado a contar su historia inmediata con una voz alta y encendida. Lleva más de una hora y media lidiando en trenes, autobuses y metros y ha estado en un tris de no poder ver a su hijo; y ahora tose desde lo más hondo, y saca un pañuelo para el moco y la blasfemia. En efecto, a la madre le ha venido de unos segundos. Si hubiera perdido el autocar, no habría visto a su hijo, y habría perdido toda la mañana y quién sabe si la semana o el mes entero. Los presos disponen de 20 minutos, cada sábado y domingo, para hablar con sus familiares. Es un tiempo miserable. Es la demostración inequívoca, más allá de cualquier hipocresía redentora, que la cárcel es un castigo, y un castigo muy serio. No digo que los hombres no deban ser castigados. Deben serlo, y a veces deben serlo muy duramente. Sólo que así hay que decirlo. El horario de visitas está dispuesto de forma muy rígida en un determinado momento del día y no puede modificarse. Si el hijo tiene establecido que deberá ver a la madre entre las once menos cuarto y las once y cuarto, así deberá ser. No es fácil llegar a Can Brians cuando no se dispone de coche y deben cruzarse muchas periferias, muchos caminos baldíos, largos subterráneos. Pero los horarios son implacables y muy pocos funcionarios asumen el riesgo de la piedad. Los 20 minutos discurren, en especial por las tardes, entre una confusión patética. En la cabina, al otro lado del cristal, está un hombre o una mujer a la que no puede tocarse y que no siempre oye bien lo que le están diciendo. Junto a la cabina hay otra, y otros dos se hablan adentro, y al otro lado, y al otro y al otro. Muchas tardes acaban en fatiga y desencuentro, en trabajos de amor perdidos. Puede ser que en una de estas tardes, el preso se levante de golpe, sin consumir más que cinco o diez de los minutos, y su espalda se aleje por el pasillo, fracasada. Otras, felices, el funcionario le indicará con un gesto humano y resignado que es hora ya de que regrese a la celda y deje de sonreír al bebé que su mujer sostiene. Lo peor de la literatura sentimental es que sucede en la vida. Así, con estos antecedentes, podría esperarse que los autocares de regreso, en especial el último, que atraviesa en invierno la noche declarada, fueran cargados de desánimo y silencio, de melancolía bloqueada. Habrá quien clave la frente contra el cristal helado, por supuesto. Pero, en general, el autocar es un rumor satisfecho. Las chicas, ceñidas a veces de faldas abismales, es posible que vuelvan del vis a vis mensual y que expliquen sus detalles a la compañera de asiento con una franqueza percutiente e inolvidable. Los niños han visto al padre y se sienten fortalecidos. Los viejos reposan con el corazón en calma. Todos vuelven con la convicción de haber vencido. Cuando se tiene un preso, la vida va al revés y el tiempo no corre hacia la muerte.

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