Manos
Un hombre o una mujer sin manos no se pueden lavar la cara, ni atarse los zapatos, ni desabrocharse el uno al otro la camisa. No pueden mesarse los cabellos, ni taparse los oídos, ni abrir un libro, ni tomar una pluma. No pueden leer ni dibujar el rostro que acarician, ni quitar las legañas a un bebé. No pueden, al salir de una pesadilla, frotarse los ojos con alivio, ni colocar la palma o el envés sobre la frente de su hijo para medirle la temperatura. Ni comprobar el grado de dureza de una fruta, partir el pan, o recorrer con la punta del índice los versos de un poema. Ni señalar podrían un pájaro en un árbol, una libélula sobre el estanque, un dolor en un punto concreto del pecho o la garganta. No podrían sin manos una mujer o un hombre sacar un conejo de la chistera ni unas monedas del bolsillo ni pintarse las uñas, ni clausurar los párpados de los padres fallecidos con los ojos abiertos. Unos adolescentes sin manos no pueden masturbarse ni cogerse de la cintura, ni retirarse el pelo de la frente, ni quitarse los granos de la cara. No pueden sostenerse la cabeza al llorar, ni encender los primeros cigarrillos, ni alcanzar aquellas zonas del otro en las que el único órgano de visión competente son las yemas de los dedos. Un bebé sin manos no tiene dónde almacenar la memoria de la ropa interior de su madre ni la textura de sus pezones.
Aún así, hay lugares en los que las manos no valen nada. Las cortan como quien poda, arrojándolas al medio de la calle, donde los soldados las pisotean con la neutralidad asombrosa con que nosotros pisamos las hojas del otoño. No cabe imaginar mayor crueldad ni lobotomía tan eficiente como la de arrancar del cuerpo las manos espantadas. Quizá no nos las merezcamos, al menos mientras nos quepa en la cabeza la posibilidad de que otros vivan sin ellas.
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