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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La televisión es nutritiva JORDI PUNTÍ

Una mujer ya mayor entra en el plató; el aplauso (forzoso) del público jalona sus pasos, vacilantes por la edad y por los nervios del directo. Se sienta en una silla no muy cómoda y una azafata le acerca un micrófono, que ella agarra con manos inexpertas. Entonces la presentadora le pide que cuente su historia y la mujer empieza el relato de una vida desgraciada. Los argumentos son casi siempre los mismos -un marido que maltrata, una hija que se droga, un jefe que acosa-, pero de vez en cuando hay un rinconcito para el humor o la peripecia: ir por la vida llamándose Pelegrí Pelegrí Pelegrí, por ejemplo, o tener la gracia de interpretar temas musicales (así los llaman) con el simple uso de la boca. Sucede a veces que se confunden los términos y entonces el público, idiotizado, no puede reprimir una carcajada sincera ante la desdicha ajena, o subraya con el silencio patético un chiste mal contado. La reacción tiene que ver con el contenido de la felicidad: "Qué bien estoy yo en mi casa y qué mal está el vecino..., pero a fin de cuentas que se joda". Antes la televisión era nutritiva, lo cantaban Poch y sus Derribos Arias en los ochenta, ahora ya es puro fast-food: la operación consiste en sentarse en el sofá, buscar con el mando a distancia la basura que más nos apetece y engullirla al instante sin preocuparnos por nuestra salud física y mental. Por eso se agradece encontrar de tiempo en tiempo programas con algo de fundamento, como el Videomatón Show de Barcelona Televisió (BTV), un programa sencillo y ágil que se estrena cada jueves (de las 22.00 a las 22.30, con repetición diaria en diferentes horarios) y ofrece al espectador momentos divertidos, tiernos y también, cómo no, de vergüenza ajena. La propuesta es simple y se basa en dos hechos de sobras conocidos. Uno: en general, la gente hace lo que sea -lo que sea- por salir en la tele; dos: en general, la gente no tiene vergüenza alguna ni miedo a hacer el ridículo. En BTV pensaron cómo conjugar estas dos condiciones y sacar partido de ellas; para eso instalaron repartidos por la ciudad un total de cinco videomatones, esto es, una cámara fija enfocada a la calle que por 100 pesetas da derecho a un minuto de filmación. Los cinco minutos de gloria warholianos se reducen aquí a uno y concentrado, pero hay más que suficiente, porque ya se sabe que en televisión un minuto da para mucho. La exhibición del material que presenta cada jueves Joan Espín no tiene desperdicio. La pantalla se convierte para el espectador en una ventana por la que desfila la gente más normal y corriente, gente que pasaba por allí y ha decidido saludarnos a pesar de no conocernos para nada, y es esa espontaneidad la que satisface al voyeur que todos llevamos dentro. Aparecen ante nosotros los adolescentes en la edad del pavo que se ríen por cualquier cosa; los novios que se besan apasionadamente (como en las películas); el padre de familia que muestra orgulloso a su hijo; el chico guaperas que se sabe admirado y sonríe profidén, con la pose muy estudiada; las dos universitarias que no saben qué decir, tímidas (y cuando abren la boca nos deslumbran con los destellos del corrector dental); el moderno con aires de intelectual que se queja del mal rollo cósmico o reivindica a Joan Brossa; el ama de casa que viene del mercado y aprovecha para saludar a la familia... Son presencias reales de verdad, de las que unas veces te enamoras un instante para siempre y otras las estamparías contra la pared, por ridículas. Pero todavía hay más. Porque uno de los mayores placeres que procura el videomatón es poder espiar la vida ciudadana. Como está instalado al aire libre, sólo tienes que desplazar la vista del rostro que ocupa la pantalla y mirar detrás. Aparecen entonces los extras involuntarios de ese instante: los hombres de color naranja que riegan La Rambla, por la noche; o el perro que tira de la correa y de su amo porque ha divisado ya su árbol; o el jubilado que camina sin rumbo, sólo para pasar el rato y distraerse un poco. Luego está la gente sin rostro, paseantes que contemplamos en su ir y venir, con las manos en los bolsillos de la gabardina porque hace frío, y también con ellos podemos jugar: elijo un hombre que atraviesa la pantalla y decido que soy yo, que por azar estuve allí, en ese momento. Me veo caminando despacio y de pronto me paro; me he encontrado con alguien. Es una mujer y la beso. Y entonces pienso que este programa no debería terminarse nunca.

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