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Metáfora gibraltareñaJOAN B. CULLA I CLARÀ

"... Si únicamente nos contraíamos a lo que ha ocurrido en España, si nos limitábamos a la Historia de España, debíamos llegar a la triste conclusión de que un pleito de libertad colectiva no tenía solución jurídica, como nunca lo han tenido, por desgracia, en España". Desde que, el 12 de diciembre de 1918, Francesc Cambó deslizó esta amarga observación al término de uno de sus discursos parlamentarios más célebres y antes de abandonar con su minoría el hemiciclo del Congreso, es preciso admitir que las cosas han cambiado, y que lo han hecho para bien. Con dificultades, tensiones y resistencias, sin duda, el Estado español se ha mostrado capaz de encajar en su vieja naturaleza unitaria importantísimos procesos de descentralización funcional y presupuestaria, legislativa y ejecutiva, de hacer sitio a un reconocimiento -tímido, defensivo- de la pluralidad interna. En esta dinámica de mayor receptividad ante lo que Cambó llamaba "pleitos de libertad colectiva" hay, sin embargo, un terreno especialmente impermeable y reacio, y es el proceloso dominio de lo simbólico y sentimental. Se diría que, sin serlo, resulta más fácil negociar el destino de una competencia o de una partida presupuestaria que repartir el patrimonio intangible de ciertas palabras, ciertos colores, ciertas emotividades espontáneas o inducidas. El problema, en todo caso, viene de antiguo. Una de las más refinadas humillaciones que la democracia republicana infligió al catalanismo fue la de estampar en la primera línea del Estatuto de autonomía de 1932 la frase: "Cataluña se constituye en región autónoma...". Nada de pueblo o nación; región y gracias. Se trató, además, de una cicatería gratuita, innecesaria, hija sólo del "aquí no hay más nación que España...", porque bajo una u otra solución semántica el contenido de aquel estatuto hubiera podido ser exactamente el mismo. Durante el proceso constituyente de 1978-79, la ingeniosa fórmula de "nacionalidades y regiones" sorteó no pocas susceptibilidades, pero pronto quedó claro que la gran diferencia de rango y jerarquía estaba entre esas "nacionalidades" y la nación. Incluso, en el clima loapizador de los primeros años ochenta, hubo un intento de legislar restringiendo el uso del adjetivo nacional a las instituciones dependientes del Estado, y prohibiéndoselo a las comunidades autónomas puesto que, todo lo más, eran "nacionalidades". Recuerdo un delicioso artículo de Josep M. Espinàs que ironizaba sobre cuál sería, de prosperar la idea, la nomenclatura institucional correcta chez nous: Arxiu Nacionalitatari de Catalunya, Consell Nacionalitatari de la Joventut, Teatre Nacionalitatari de Catalunya, etcétera. Por otra parte, están en la memoria de todos los mil incidentes protocolarios -el protocolo no es más que una expresión ritualizada y ceremonial del poder- suscitados por las primeras visitas del presidente Pujol a Madrid o al extranjero. Felizmente pacífica, la guerra de las banderas en los balcones consistoriales forma ya parte del programa de muchas fiestas mayores veraniegas. Y, entre tantos otros ejemplos posibles, apenas acaba de comenzar el combate simbólico alrededor de las selecciones deportivas catalanas y de si éstas podrían jugar contra las españolas, e incluso vencerlas, sin incurrir en un parricidio figurado. Es en este punto donde, aunque pueda parecer extemporáneo, quisiera traer a colación el caso de Gibraltar. Sin duda, la Roca constituyó en el pasado para España un problema militar o político que se quiso resolver, sin éxito, por medios bélicos, y que luego sirvió de nutriente irredentista para el nacionalismo más montaraz. Todavía, en mis manuales escolares, campeaba la truculenta sentencia de José Antonio Primo de Rivera: "España limita al Sur con una vergüenza"; por las mismas fechas, el Consulado británico en Barcelona aparecía a menudo pintarrajeado con el eslogan "¡Gibraltar español!". Sin embargo, con el advenimiento de la democracia, con el reencuentro entre España y el Reino Unido en el seno de la OTAN y de la Unión Europea, con el imparable declive de las soberanías estatales en esta zona del mundo, la de Gibraltar ha dejado de ser, desde la perspectiva de Madrid, una cuestión militar, política o diplomática para reducirse al ámbito de las relaciones públicas o, si se quiere, al arte de la seducción. Los llanitos saben desde hace años que una eventual retrocesión a España no pondría en peligro sus libertades individuales ni su prosperidad. Lo que sienten amenazado -y por eso rechazan en masa aquella hipótesis- es un difuso bagaje colectivo de sentimientos, ritos y símbolos -la validez de sus pasaportes, el ondear de la Union Jack, el colorido de los uniformes británicos, las veleidades de microestado... o la supervivencia de sus monos-, un bagaje tan trivial como se quiera, pero que constituye el cemento de una comunidad ya casi tricentenaria. Pues bien, en vez de desplegar alrededor de estos temas una estrategia persuasiva y zalamera, creadora de confianza, capaz de superar a medio plazo las reticencias históricas, los gobiernos de la España posfranquista han hecho todo lo contrario. Por supuesto, también han amenazado los intereses económicos de los gibraltareños a base de arbitrarias restricciones fronterizas o con el bloqueo del uso conjunto del aeropuerto. Pero, sobre todo, han herido sus sentimientos y agredido su "patriotismo" tratando de reemplazar la verja física de Franco por una verja moral. ¿Ejemplos? La ausencia de los Reyes de España en la boda de Carlos de Gales con la pobre Lady Di, en represalia porque los novios emprendían su crucero de luna de miel desde Gibraltar. O, todavía la pasada semana, la protesta formal de Madrid ante Washington por el hecho de que una comisión de congresistas norteamericanos habían visitado la Roca y se entrevistaron con su ministro principal. Resulta fácil comprender que cada uno de estos episodios -y ha habido muchos- realimenta el recelo antiespañol de los llanitos por otros 5 o 10 años. No, no pretendo establecer paralelismo alguno entre Gibraltar y Cataluña, aunque su status y el nuestro surgieran de un contexto común, la Guerra de Sucesión. Pero la actitud recurrente del establishment político español ante aquel litigio secular resulta significativa ante otros escenarios. Entre la batalla del pacto fiscal -los intereses- y la de las selecciones deportivas -los símbolos-, ¿cuál va a ser más enconada?

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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