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Baile-taxi

Si no he contado mal, contingencia muy posible, en la última guía telefónica de las páginas amarillas aparecen 94 denominaciones bajo el epígrafe "academias de baile" en la ciudad de Madrid. Puede afirmarse que Terpsícore se halla bien representada entre nosotros.Ignoro si en los tiempos actuales el flamenco sube, baja o mantiene un nivel estacionario entre la población civil, aunque pude verificar, a lo largo de una entrañable reunión navideña a la que fui invitado, que las sevillanas se encontraban en plena vigencia.

Las interpretaron, en el salón-comedor, las mujeres de la casa al son del cante y el jaleo de un disco de María del Monte; desde la abuela, de buen ver, hasta algunas de las nietas aún en la cándida condición infantil. Era evidente que las tres generaciones habían superado un reciente aprendizaje, pues, de no ser gitanas, esas cosas hay que cursarlas en alguna parte.

Lo encuentro bien, el conocimiento no ocupa lugar y siempre eché de menos la facultad de salirme por peteneras, malagueñas o sevillanas en lugar de haber pasado buena parte de mi edad adulta tras una copa -bueno, muchas- de vino andaluz.

Con cierta nostalgia y ayudado por una lupa -la vista no es lo que fue- iba repasando la amplia lista: ballet, danza española, claqué, boleros, bailes de salón, funky -no sé lo que es- y hasta centros pedagógicos donde se imparte la danza del vientre, pero no encontraba lo que mi curiosidad retrospectiva andaba buscando. Al fin y al cabo de la vida, rastreamos el propio pasado por si, en cualquier parte, pudiéramos encontrarnos. Iba en pos del Madrid de mi adolescencia, en aquella transición de los pantalones bombachos -no menos ridículos que los de pata de elefante de los ochenta- a los largos, cuando la primera maquinilla de afeitar se abría sangriento camino entre el acné primaveral de las mejillas.

O sea, cuando los días daban mucho de sí. Último año del bachillerato, estación en que los chicos zangolotinos comenzábamos a intuir lo que las niñas de nuestra edad conocían desde el invierno precedente y enfrentábamos el pavoroso y cautivador enigma del descubrimiento, por cuenta propia, de los misterios, gloria y aventura de la sexualidad. Madrid de la preguerra civil, que bien poco tenía que ver con la actual salvo, quizá, el gran número de calles que estaban en obras, con la diferencia de que entonces los madrileños encontraban especial placer contemplando a quienes trabajaban, como espectáculo municipal muy aleccionador. Apenas cuarenta años antes se habían perdido las colonias, llegó luego la Segunda República, quedaba el eco y el regusto de los años veinte y reinaban el tango y el foxtrot. Ahí quería llegar. El baile dejaba de ser una actividad palaciega, un virtuosismo de los chulapos en los merenderos de la Bombi o el desenfreno carnavalero. Había academias de baile, aunque la que recuerdo con melancolía poco o nada tenga que ver con las de hoy. La Academia Micky estaba, creo, en la calle del Carmen o la de Preciados, instalada en un primer piso. En aquel Madrid era difícil perderse.

Amplia sala, poco iluminada, más por economía que buscando cómplices penumbras. Indispensable conocer los rudimentos, porque allí se iba a bailar, no a aprender. Era preciso proveerse de una tira de tickets acorde con las posibilidades financieras de cada cual. Varias señoritas esperaban, apoyada la espalda en la pared, la solicitud del cliente. Antes de enlazarlas por la cintura recaudaban el boleto, uno o varios. En el gramófono sonaban las melodías de moda y aquellas muchachas movían indolentemente el tipo, al ritmo del pasodoble, el vals, el chotis o el tango, durante un brevísimo periodo. La señorita lo interrumpía, acorde con un cómputo establecido. Más tickets, más tiempo. A esta distancia parecía un entretenimiento inocente, aunque caro.

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Es posible que acudieran bailones adictos, vocacionales, perfeccionistas. En la bruma reminiscente flota la imagen de aquellas mujeres de aire lánguido, desinteresado, que tarifaban implacablemente los pasos por el mustio salón, alzando una frígida muralla con la ocasional pareja. No se aprendía a bailar, pero sí a tener entre los brazos a una atractiva chica, lo que no era poco.

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