La execración del paisajismoVALENTÍ PUIG
El viejo duque inglés tuvo un sueño atroz: estaba pronunciando un discurso imponentemente aburrido en la cámara de los lores. Finalmente despertó de la pesadilla para comprobar que en realidad estaba pronunciando un discurso inmensamente aburrido en la cámara de los lores. Algo equiparable puede haber ocurrido con el arte de vanguardia, y su despertar en plena pesadilla se produce en los museos de arte contemporáneo. Del mismo modo que Braque dijo que en el quehacer del arte cada adquisición supone una pérdida equivalente, queda ahora por saber el coste de lo que ha significado la institucionalización de la vanguardia. Con la autoridad de su prestigio y de su desencanto, Hilton Kramer dice que de todos los cambios que atañen al museo de arte contemporáneo la transformación más crucial ha sido la elevación del cambio en sí mismo al estado de principio constituyente. En el pasado íbamos al museo de arte para conocer las piedras de toque de la calidad y el logro artísticos. Como decía Cézanne, el Louvre es el libro en el que aprendemos a leer. Lo que ahora ocurre -dice Kramer- es que esperamos del museo que sea dinámico antes que estable y que no se rija por criterios de exigencia y reconocimientos de tradición sino, al contrario, que acabe con los convencionalismos del pasado y desafíe los precedentes formales. El éxito de exposiciones como las de Sorolla o Rusiñol advierte de la presencia activa y participante de un conjunto de ciudadanos que se resiste a considerar las formas de arte como una ruptura más que un continuo. Enfrente, la fuerza de inercia rupturista a veces puede parecer aplastante porque va desde las escuelas de bellas artes a las páginas de arte de la prensa periódica para lograr su eclosión terminal en los museos: por no insistir en el episodio Clarà, basta con comparar el aislamiento del Museo de Arte Moderno de la Ciutadella -tan bien dirigido, por otra parte- y los agasajos intelectuales al vacío fundacional del Macba. Otros datos son las recientes exposiciones del portentoso Pere Pruna o de Miquel Villà. Precisamente, Villà creía en una pintura cargada de pasado, que no quisiera olvidar nada. Gabriel Ferrater refutaba a quienes, por una conjura de las apariencias -cierta rusticidad, espesa corporeidad, precisa localización-, habían querido dar por sentado que Villà fuese un restaurador a destiempo. Para Ferrater, siendo Villà un pintor realista, el juego de sus procedimientos es tan abstracto y metafórico como el de cualquier otro pintor moderno: el secreto está en la ordenada simplicidad que impera en la organización de sus elementos formales. A veces uno se lleva la impresión de que los responsables ideológicos -en términos estéticos- de los centros que acogen estas exposiciones se avergüenzan de caer en la tentación de lo clásico e inteligible, como si fuese un paréntesis para alimentar al populacho antes de reemprender el camino del caos predilecto. No sé si es el caso de la exposición de Bernareggi (1878-1959) en el centro de cultura de Sa Nostra en Palma de Mallorca, pero lo fundamental es que de repente estamos ante una de las exposiciones antológicas más reveladoras y bellas de las últimas décadas. Si los propios mallorquines están descubriendo hoy la significación de Bernareggi, poco puede criticarse en esta ocasión el desconocimiento que se tiene en Barcelona del patrimonio pictórico mallorquín, hasta el extremo aberrante de que el pintor Antoni Gelabert continúa siendo un desconocido para los catalanes. Bernareggi nace en Argentina, de ascendencia catalana, de una familia acomodada de fabricantes de pianos. Su familia regresa a Barcelona y el pintor se forma allí y en París, antes de irse casi para siempre a Mallorca. En la Escola de Llotja de Barcelona había coincidido con Picasso, con quien también coincide luego en Madrid, aunque Bernareggi se concentra en el ejercicio de la copia en el Museo del Prado. Entonces Picasso dibuja a Bernareggi pintando en el Prado. Bernareggi conoce a Pío Baroja y copia a Velázquez. El joyeux Bernareggi recibe dinero de su padre. Viaja por Italia, pasa unos pocos años en París y descubre al poco la isla de Mallorca como un imperio de luz. En realidad, fue Bernareggi quien llevó a Anglada Camarasa a Mallorca. Enseguida sabe dónde ir a pintar lo que luego llamaría la "transparencia atmosférica", "claridad de la luz", "fulguraciones de sus aguas", "arabesco exuberante". Ya tan pronto asume un perfeccionismo que -según subraya José María Pardo en el catálogo de Sa Nostra- irá llevándole de un cierto bienestar a unos últimos años de manifiesta precariedad económica. En Palma coincide lógicamente con Rusiñol y con Joaquim Mir. La hija de Rusiñol describe al joven Bernareggi vestido con refinada elegancia parisiense, de figura esbelta, amante de la equitación y del tenis. Sutileza, solidez, meticulosidad, rigor y alto rango de sedimentación estética serán los distintivos de ese pintor que conoce el paisaje de Mallorca como nadie. Tradición y libertad compositiva no entran en contradicción: estamos a la altura de un ensueño cromático y depuradamente detallista. De Sóller a Santanyí, Bernareggi entra en una apoteosis de dedicación y empeño, sin sustanciosos logros comerciales. Muere en 1959 y al año siguiente muere su esposa: en casa sólo hay dos pesetas en calderilla. Frente a la obsolescencia de lo novedoso que ya no sorprende, reaparece el atractivo de la tradición permanente, el arte -según Hilton Kramer- como modo de conocimiento, fuente de ilustración espiritual e intelectual, como forma de placer y elevación moral, como un estímulo hacia los altos logros de la aspiración humana. Para el caso, falta poco más de una semana para que cierre la exposición de Bernareggi en Palma y, a dos pasos de la catedral de Barcelona, una sala de arte está ofreciendo una magnificente selección de pinturas, dibujos y grabados de Marià Fortuny. En el aguafuerte El botánico, Fortuny aporta toda la sabiduría de un oficio que hoy se ha hecho improvisación: inclinado sobre alguna especie vegetal, ese botánico viene a ser un símbolo de aquella curiosidad insaciable que tan frustrada ha quedado por la ensimismación catatónica de la pintura de vanguardia.
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