Un manjar de agua enriquecida
Año de nieves, se supone que de bienes. Pero en todo caso de oscuros y gélidos días. Y ya se sabe que con el frío, no hay nada más estimulante y apetecible que las sopas y muy en especial dos, que son las más propicias no sólo para las bajas temperaturas, sino para las jornadas trasnochadoras. Son las pobretonas, pero suculentas, sopas de ajo y su enriquecida hermana la zurrukutuna, casada con un nuevo potentado: el bacalao. Estimulantes resopones para la gaupasa y alimento postrero -a las tantas de la madrugada- de una legión de famélicos gautxoris donostiarras y también tafalleses que en unos días celebrarán por todo lo alto (con añoranza de esas piezas de joyería llamadas angulas) la víspera de su gran fiesta local, la de su común patrón el asaeteado San Sebastián. Lo cierto es que de las sopas en general hay tanto serios detractores como adictos rendidos a sus múltiples encantos. Entre los primeros no se puede olvidar a un admirado personaje de ficción, la Mafalda del del genial Quino, que espeta a su madre en una de sus más famosas tiras cuando ésta se dispone a dar una sopa a su hermano Guille: "Yo no hablo con torturadores". Tal vez, una de las misteriosas explicaciones de la mala fama de la sopa radique en un remoto precursor, el caldo negro de los espartanos, el bodrio, un "plato único" que el severísimo Licurgo implantó en Esparta allá por el siglo VI antes de Cristo, y que debía de ser tan espeluznante -la sangre de los animales que formaba parte de sus múltiples ingredientes eran la causa de su tétrico color negro- que hubo que dejar pasar mucho tiempo hasta que este entrante universal recuperara su dignidad. Hay en relación al bodrio una historieta curiosa. Cuentan que el rey Dionisio I mandó traer a Siracusa a un cocinero espartano para que le preparara el referido caldo, del mismo modo que se hacia en Esparta. Al rey le horrorizó y el cocinero fue claro en su contestación manifestando que le faltaban los principales ingredientes: "El hambre, la fatiga y la sed de los comensales". El "atrio del edificio" Afortunadamente, muchos siglos después media Europa se rindió a los encantos de la cuchara y se consiguió que, gracias a fórmulas magistrales, las sopas no sólo lograsen abrir los apetitos, sino también los sentidos. No es de extrañar, por tanto, que un personaje tan refinado como Grimod de la Reyniére afirmase que "la sopa es a una comida lo que el peristilo o atrio a un edificio". En estas últimas décadas, sobre todo en los años setenta, los platos de cuchara entraron en un claro retroceso, bien por razones dietéticas o por el apresuramiento de la vida contemporánea. En cierto modo, la sopa se convirtió en "la Cenicienta de los placeres de la mesa". Sin embargo, es curioso constatar cómo en esa misma época es bendecida por los cocineros de la nueva cocina vasca una de las sopas más representativas y rústicas de Euskadi, la zurrukutuna, que no es definitiva más que una sopa de ajo enriquecida con el más ilustre salazón de la cocina vasca, el bacalao. Una sopa que, como tantas otras, nace como necesario reconstituyente y matahambres en las duras jornadas de los caseríos, en un principio elaborada con leche y más tarde refinada. Y es que las sopas de ajo y sus variaciones tienen sin duda una historia apasionante. Hasta tal punto que incluso algunos historiadores aseveran que algo similar a las sopas de ajo ya se consumían en la zona occidental de la Península Ibérica por parte de los guerreros vacceos antes de entablar sus batallas con las legiones romanas. Es paradójico que lo exiguo de su coste le siga perpetuando en el cliché de comida de pobre. Ya avisa el antiguo refrán castellano que "A ninguno dieron veneno en las sopas de ajo". Y es que en las épocas en los que los más molestos rivales se eliminaban del mapa político gracias a un certero brebaje mortal, las clases poderosas no colmaban sus apetitos precisamente con sopas de ajo, sino con otro tipo de manjares y bebidas más propios de su alcurnia. Las sopas, y en concreto las elaboradas con ajos eran cosa de la plebe. Profusión De la plebe y de la riqueza gastronómica de todo el territorio hispánico, ya que siempre ha habido en España una gran profusión de sopas de ajo. En la zona de Cádiz por ejemplo se le llama sopa de gato. En otras zonas del sur de la Península se le añade un huevo duro y se le llama ajo caliente. Ajo batido se denominan cierto tipo de sopas que se elaboran con el bulbo entero del ajo y que quedan por ello como una especie de cremoso puré. Los condimentos además del ajo son también diversos, según el gusto de cada zona. En Galicia se añade laurel; en Andalucía, cominos, y por la cornisa cantábrica se le agrega, en lugar de pimentón, tomate o choriceros. Por cierto, que en la cocina provenzal hay una versión de la sopa de ajo que se asemeja mucho en el nombre a la versión gallega. Se trata del Aigo bouido que, aunque literalmente quiere decir simplemente agua hervida, lleva además de este líquido elemento, ajo, aceite de oliva, hierbas aromáticas, pan y facultativamente unos huevos pochés. Su pariente gallego se diferencia de ella en que lleva además un añadido de laurel y azafrán en el sofrito inicial y al empezar la cocción se le incorpora un huevo batido que se mezcla con el caldo. El huevo, el tocino y el jamón son añadidos que en muchos lugares solemnizan esta sopa. En cuanto a la particular versión vasca de la sopa de ajo, la zurrukutuna, no se puede dejar de mencionar la más relevante de todas ellas: la que elaboraban en Patxiku Quintana, una sopa inspirada en la que realizaba para sus allegados en la sociedad Gaztelupe el fenomenal Fernando Tierno (Xamurra). Aparte del desaparecido restaurante Patxiku Quintana, hay escasos lugares donde elaboren hoy día la zurrukutuna. Durante el invierno, de forma habitual se mantiene orgullosamente en la Sidrería Rosario de Astigarraga (una peculiar versión en la que además de los ingredientes comunes de la zurrukutuna interviene también la patata). En el restaurante hondarrabitarra Beko Errota, la mano certera de esa gran cocinera recientemente desaparecida Eva Olaizola bordaba este plato. Ojalá que como homenaje a esta guisandera formidable mantengan entre sus ofertas esta simple, pero a la vez suculenta y ancestral receta. Y, por supuesto, no puede olvidarse que hace escasamente un año deslumbró con su plato de esclarecedor nombre -zurrukutuna puesta al día- el gran Pedro Subijana. ¡Una sopa de bigotes!
Antes que la cuchara
Es verdad, como se ha manifestado muchas veces, que la sopa nació algo manca, ya que su creación fue anterior al utensilio que resulta casi indispensable para su degustación: la cuchara. La sopa nace cuando lo hace el puchero, pero era endiablado tomarla, porque se carecía del cubierto adecuado. Es probable que en épocas prehistóricas los hombres utilizaran conchas marinas para llevarse a la boca los alimentos líquidos. Es curioso e ilustrativo de lo expuesto cómo a fines del siglo pasado, en zonas muy rústicas de Euskal Herria, pastores y caseros seguían utilizando para beber la leche y diversos caldos conchas de grandes moluscos rememorando y renovando así su atávico uso. Muy ilustrativa al hablar de la cuchara, resulta una conocida anécdota que recogen casi todas las historias de la gastronomía, como lo hace la del suizo Schraemli en su conocida obra De Lúculo a Escoffier. "Al principio la gente se arreglaba como aquel bufón del rey de Sajonia a quien en cierta ocasión le arrebataron la cuchara, y el mayordomo exclamó con voz de trueno: "¡El que no coma la sopa es un sinvergüenza!" Al bufón no se le ocurrió la idea de beberse el caldo, sino rápidamente hizo con el pan una cuchara, comiéndose la sopa de tal modo. Apenas hubo terminado, se levantó y a su vez gritó a los presentes: "¡Sinvergüenza el que no se coma la cuchara!" Y al punto se engulló el pan, su ocasional cubierto, en medio de aplausos y risas de los comensales". No es casual, por tanto, que la palabra sopa derive de la palabra alemana supen (sinónimo de saufen), beber, que sin la ayuda de la cuchara es la forma más sencilla de sorber la sopa. Y en cuanto a dónde elaborar las sopas, ya lo dice la voz popular: "Las sopas en sartén son guarras, pero saben bien".
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