Curiosas nostalgias
Las nostalgias y añoranzas de las que quiero hablar no son las que describe Luis Rojas Marcos en el espléndido libro Antídotos de la nostalgia que acaba de publicar y cuya lectura recomiendo vivamente. El notable psiquiatra se refiere a "ese estado de ánimo... que moldea una opinión rígida y desfavorable del mundo actual y de sus habitantes" porque añora, envueltos en falsa aureola, los buenos tiempos pasados y el mundo que hemos perdido.Yo voy a referirme a nostalgias de acontecimientos, de experiencias, que no nos han sucedido o de personas que no conocimos o con las que mantuvimos una convivencia o una relación cordial que se interrumpió bruscamente. No se trata, pues, de echar de menos un pasado mejor, sino de un pasado que pudo haber sido o estuvo a punto de realizarse, y a última hora se desvaneció. Aunque "todos albergamos añoranzas sin saber realmente de dónde vienen", como nos recuerda Rojas Marcos, máxime en estos tiempos abrumados por la información y la realidad virtual, estas líneas tratan de hechos o de hombres y mujeres determinados que, real o mentalmente, han rozado al menos nuestro pasado.
Muy justamente Pessoa se preguntaba: "¿Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido? Ésa será, si alguien la escribe, nuestra verdadera historia". Y viene a cuento citar al gran poeta portugués porque en la saudade, ese sentimiento tan lusitano, como lo vio claro Ramón Piñeiro, "el hombre se siente a sí mismo en la propia soledad original y le duele lo que no hizo".
"Cuando retrocedemos en la historia", escribió el injustamente olvidado Fernando Vela, "comenzamos a sentir el encanto de lo retrospectivo, y así como hay un punto de fusión para cada metal, hay un punto de encanto en ese recorrido, pasado el cual aparece la historia. Son épocas felices en que sus contemporáneos se recrean en sí mismos porque tienen el estilo propio y no su ausencia, como ocurre con la nuestra". Yo, por ejemplo, he tenido siempre el pálpito de haber venido tarde a este mundo, y que me habría sentido más a gusto en aquel siglo XVIII que empezaba a descubrir el misterio de la naturaleza, que ahora, en estas vísperas del siglo XXI, cuando se han resuelto muchos de esos enigmas, empujando la ignorancia última un poco más allá. Es decir, siento así la nostalgia de aquella esperanza que albergaba el alma del hombre de la Ilustración.
Otras veces echamos de menos -esto es precisamente la nostalgia: echar de menos- no haber podido tener una relación más íntima y cercana con algunas personalidades valiosas que pasaron por nuestra vida, o de no haber atendido debidamente a gentes humildes que en momentos difíciles -nuestra guerra civil y su posguerra, por ejemplo- fueron importantes para uno. Al final de la vida, cuando inevitablemente tiramos de la manta del recuerdo, aparecen esos seres sencillos que nos hubiera gustado volver a ver.
Algunos viajeros que han visitado morosamente ciudades entrañables perciben las vidas tan distintas que habrían podido vivir en ellas. París, por ejemplo, me ha ofrecido, siempre que la he visitado, varias posibles existencias en sus barrios distantes. Y me queda la nostalgia de ellas. Venecia, otra ciudad fabulosa, produce una nostalgia real y lacerante para el veneciano que ha de estar lejos de ella, pero asimismo una añoranza en el viajero después de su visita.
Pero son sin duda los amores frustrados los más propensos a provocar la nostalgia de cuando eran puro entusiasmo e ilusión. Por ejemplo, Natacha. No estábamos en la misma clase ni siquiera estudiábamos la misma carrera. Era una de las chicas más representativas de aquellos primeros años de la II República en que la ilusión de ver posible una nueva España nos embargaba el alma a la mayor parte de los jóvenes españoles. Y como por esas fechas había estrenado Alejandro Casona, con gran éxito, su comedia Nuestra Natacha, cuya protagonista parecía inspirada en ella, la llamábamos todos sus admiradores así: Natacha. Ahora que predomina casi absolutamente la relación sexual antes de decidirse a vivir juntos un hombre y una mujer, se ve con claridad que en aquellos años treinta la mujer no era presa fácil para la ansiedad del varón y, aunque manifestase con los jóvenes una promiscuidad universitaria y deportiva, la mujer para nosotros no era aún la esfinge sin secreto. Yo conocí a Natacha viéndola actuar en la itinerante barraca de García Lorca y Arturo Ruiz-Castillo que llevaba a los pueblos más recónditos de la España rural los entremeses de Cervantes y los pasos de Lope de Rueda. Ésta es la definición que daba el propio Lorca de aquel teatro universitario al que tanto amor y talento dedicó: "Nuestro público, los verdaderos captadores del arte teatral, están en los dos extremos: las clases universitarias o de formación intelectual y artística espontánea, y el pueblo, el pueblo pobre y rudo, incontaminado, virgen, terreno fértil a todos los estremecimientos del dolor y a todos los giros de la gracia". Yo me colaba en alguno de esos cursos para estar a su lado y, aunque no me hacía mucho caso, estoy seguro de que ese enamoramiento mío habría llegado a buen término si no fuera porque el 18 de julio del 36 nos encontró separados geográficamente: y Natacha murió en un bombardeo en Madrid y sólo me dejó su nostalgia.
Muchos escritores tienen la nostalgia de aquel libro que no llegaron a escribir pero cuyo tema les tentaba desde muy temprano. Y, en ciertos casos, si conocemos bien la historia familiar, lamentamos haber sido uno mismo y no aquel antepasado que hemos aprendido a admirar leyendo sus cartas y viendo sus tribulaciones.
Aunque estemos convencidos de que todo retorna pero nada se parece, hay también la nostalgia del futuro, que más bien deberíamos llamar anhelo del porvenir y de lo desconocido, pensando que será más interesante que todo el pasado y el presente de la historia humana.
Y para los que han perdido la fe en un creador y valedor del mundo, existe la nostalgia de Dios, como se traslucía en la lamentación de Antonio Machado a la muerte de Leonor: "Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería./ Oye otra vez, Dios mío, al corazón clamar./ Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía./ Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar".
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