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Un año más, un año menos

PEDRO UGARTE Hay una entidad geriátrica, pública o privada (quién sabe o quién quiere saber) que tiene sus instalaciones en una céntrica calle de Bilbao. Se trata de un edificio de pisos y no es extraño ver, hacia las dos de la tarde, a grupos de ancianas y ancianos reunidos en el portal. Hay cuidadores, enfermeros, auxiliares, responsables, bienhechores de toda condición, que tutelan el general trasiego de viejecillos de la calle al edificio, y viceversa. Pero la intendencia gerontológica dispone sin querer tristes composiciones visuales: a veces la calle en cuestión se convierte en una especie de gran aparcamiento, donde forman dos o tres hileras de sillas de ruedas, perfectamente ordenadas, con medidos espacios de separación entre cada una de ellas. Las viejecillas y los viejecillos aguardan resignados el próximo movimiento de tropa que les han de imponer sus abnegados cuidadores. Hay algo profundamente triste en esa calle de Bilbao, frente a esa entidad geriátrica, pública o privada, cuando preordena a los ancianos con sus sillas de ruedas en la acera, mientras la vertiginosa corriente de peatones se desliza en todas direcciones. Los viejecillos esperan algún transporte. Pero resulta impúdica su espera. Expuestos a la curiosidad de todos, aguardan en sus dos o tres hileras de sillas, mientras que los activos gestores de la cosa van completando el desplazamiento de nuevos viejecillos, de nuevas sillas de ruedas, hasta ocupar gran parte de la acera con su antañosa, general, uniforme minusvalía, con su acumulación de siglos y siglos de memoria y de recuerdos. Se diría que el espectáculo es digno de verse si ello no comprometiera la dignidad de tantos seres humanos. El contraste entre la multitud en movimiento y los ancianos aprisionados en sus máquinas es fotográfico, es elocuente. A veces son tantos los viejecillos dispuestos en la acera que el dinámico peatón se ve obligado a sortearlos con prodigiosos movimientos de cintura. En medio de las labores de estiba y desestiba de veteranos, el que escribe observa que los peatones no están muy dispuestos a prestar atención al suceso. Y los viejecillos, por su parte, tampoco parecen interesados en atender a lo que ocurre en derredor. En su caso está más justificado: quizás todo se reduce a que ya lo saben todo, pues son muchos sus años, la mayoría de ellos vividos a golpe de pierna, ajenos a la dictadura del artefacto móvil. Si, quizás ya lo saben todo, o quizás (mirándoles a los ojos es posible la conjetura) ya lo han olvidado todo. Hay algo de especialmente desasistido en el espectáculo: toda una flotilla de sillas de ruedas, todo un ejército de exhaustos soldados de la vida dispuestos ya a pedir la baja. Estos días no se prestan a la observación de la ancianidad, ya que el Año Nuevo remite casi en exclusiva a la gente con mucha vida por delante. El que escribe recuerda la frase recurrente de un amigo cada vez que llegan estas fechas: "No se trata de un año más, se trata de un año menos". Pero convendría alguna suerte de autocrítica en esta sociedad que arrincona a sus mayores y hace de ellos parte del mobiliario que adorna los geriátricos. La sociedad de consumo chisporrotea con especial fulgor en estas fechas. Acostumbrados a consumir enfebrecidamente acaso olvidamos la realidad más honda: nosotros mismos hemos pasado a ser objetos consumibles. Por más que el organismo biológico se resista a perecer, la sociedad se precipita a conceptuarnos como objeto en desuso. Mañana las hileras de viejecillas y viejecillos, atorados en sus artilugios mecánicos, transportados dócilmente (escaleras arriba, escaleras abajo), volverán a aparecer en la misma acera de la misma calle de Bilbao. Feliz año para ellos, quizás más necesitados del deseo que todos los que aún padecemos la reseca del festejo, el lúgubre festejo de celebrar un año menos.

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