Ellos nos vigilan
En el año 2000 ya no hará falta subirse a un cohete para ser un astronauta. Entonces, una nave espacial llamada Triana -como el marinero que avistó América en 1492-, puesta en órbita por la NASA a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, enfocará sin pausa a nuestro planeta y sus imágenes se distribuirán instantáneamente, 24 horas al día, por Internet. Cualquiera de nosotros no tendrá más que apagar la luz y encender su ordenador para contemplar las mismas maravillas que vieron Yuri Gagarin desde la cápsula Vostok, John Glenn desde la Mercury o las sucesivas tripulaciones de los Apolo, Soyuz y Columbia: el globo azul, su rotación incansable, las manchas reconocibles de océanos o nubes, la forma de los continentes. Cuando la esfera dé una vuelta más y aparezca en la pantalla el país desde el que navega el internauta, éste tendrá seguramente una sensación de desamparo, pensará en sí mismo como en la pieza más humilde y más pequeña del universo. Tal vez sienta miedo, igual que un hombre al que los cirujanos enseñan una radiografía de su corazón o de su calavera.A ras de suelo, la impresión de ser observado también es siempre inquietante. De hecho, varias películas recientes, desde El show de Truman, de Peter Weir, hasta Enemigo público, de Tony Scott, juegan con esa intranquilidad que produce sabernos rodeados, estemos donde estemos -un banco, una tienda, un museo, un estadio-, de videocámaras, grabadoras, micrófonos, teleobjetivos. Ahora que en Madrid, al parecer, la vigilancia va a extenderse incluso a las calles, la pregunta no es si esta especie de policías virtuales ayudará a las autoridades en su lucha contra la delincuencia, sino ¿qué es exactamente lo que les estamos entregando?
En Enemigo público, varios agentes de la ANS -una especie de versión dura y ultrasecreta de la CIA- persiguen sin piedad a Will Smith y Gene Hackman por Baltimore y Washington. La cacería es implacable, porque los fugitivos están solos y los acosadores poseen radares, sofisticados sistemas de escucha, satélites artificiales con los que rastrear cada callejón, cada plaza, cada túnel, cada azotea. En el otro ejemplo, El show de Truman, un artista perturbado crea una falsa ciudad, llena de microcámaras, en la que la vida del personaje interpretado por Jim Carrey se retransmite en directo para todos los ciudadanos, de día y de noche, sin tregua, durante años, desde el instante en que nace hasta el momento en que descubre la extraña conspiración. La gente sigue su historia por el televisor, lo ve crecer, ducharse, hablar por teléfono; ve cómo se viste o se desnuda, cómo se afeita, cómo pierde a su padre en un naufragio.
Los dos largometrajes vienen a decir lo mismo desde dos lugares diferentes: estamos atrapados. Y los dos ofrecen, cada uno a su modo, una metáfora de la invasión, del desgaste feroz que sufre el derecho a la vida privada en unas ciudades donde, por lo visto, seguirnos a todos es la única manera de encontrar a los que se esconden. Pero ¿quién nos garantiza que van a utilizar sus cámaras sólo para eso? ¿Acaso no hemos visto ya, una y mil veces, la manera en que nuestros datos personales se revelan descaradamente o son vendidos? Cada vez que recibimos una carta publicitaria en la que aparece nuestro nombre o alguien que nos trata con una familiaridad inexplicable quiere vendernos algo por teléfono, ¿no tenemos derecho a desconfiar de la palabra confidencial? ¿No sabemos que algunas empresas, oficiales y privadas, han comerciado con nuestras direcciones y, por lo tanto, con nuestra intimidad?
Son preguntas que, además, nos hacen pensar si nuestros guardianes no se habrán vuelto más torpes o más perezosos a medida que han ido acumulando computadoras, escáneres, microchips, helicópteros. Sienten a una mesa a diez personas, entre las que hay un asesino. Un detective como Sherlock Holmes o Sam Spade lo habría desenmascarado mediante la vieja técnica de la deducción. A nuestros apóstoles de la caza masiva les habría resultado, sin ningún género de dudas, muchísimo más fácil: la forma más segura de acabar con el criminal es envenenando a todos los comensales.
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