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Biblias laicas

Tres editoriales españolas han decidido vestir a la Biblia de largo, para que pueda presentarse con dignidad en la sociedad y cultura actuales. Ya tenemos tres nuevas biblias: laica, cultural y posmoderna. Los compradores y obsequiadores de navidades y Reyes tendrán más fácil la elección. No encontrarán tanta dificultad a la hora de elegir el libro apropiado para el amigo creyente y para el increyente, para el piadoso y para el descreído, para el que aún sigue considerando pendientes las revoluciones modernas y para el que, desconfiando de tales radicalismos, desiste de los grandes proyectos históricos y se contenta con degustar la finitud placenteramente, sin aspavientos.Si es verdad que literatura existe cuando se une un adjetivo a un sustantivo, junto al cual nunca estuvo, porque no se le ocurrió a nadie o porque se consideró imposible tal ayuntamiento, poner el adjetivo laico junto al libro considerado sagrado durante siglos, ¿es una inmensa conquista o una inmensa ambigüedad? ¿O se trata de una normal antítesis, paradoja u oxímoron? Comencemos esclareciendo la palabra. El DRAE la define así: "Que no tiene órdenes clericales, lego. Dícese de la escuela o enseñanza en que se prescinde de la instrucción religiosa". Y cualquier diccionario de sinónimos ofrece la siguiente lista: antirreligioso, arreligioso, civil, irreligioso, lego, profano, secular, seglar. ¿En cuál de estas aceptaciones podemos considerar que la Biblia es laica?

Paloma mensajeras son las palabras enviadas por alguien, llevando entre sus alas una noticia de amor para alguien. ¿Cuál es el mensaje, aviso o invitación, que lleva el término laico, cuando se une al que hasta hoy hemos considerado el libro santo por antonomasia? Sería una conquista y buena noticia, si se quisiere decir que es un libro abierto a todos, que no es posesión de nadie, sino fruto de la común experiencia humana y de la cultura mediante la cual los hombres, despegando del suelo e irguiéndonos sobre nuestros talones, hemos aprendido a transformar y simbolizar, a adorar y crear, a pensar y creer, a rememorar con agradecimiento y a proyectar con ilusión. Nada espiritual es posesión exclusiva de nadie; menos, los frutos del alma común, y menos todavía, la Palabra que Dios nos dirigió.

Si laos, palabra griega de la que se deriva laico, significa pueblo, multitud, muchedumbre, tropa, la Biblia es esencialmente laica, ya que está destinada a la inmensa muchedumbre de los hijos de Dios, dispersos por el mundo. Es don del único Dios para el único hombre, que existe más allá de las diferencias y se define como hijo, y hermano responsable del prójimo. Bienvenida sea, por tanto, esta última desamortización, si con ella se logra hacer pasar la Biblia de viejas manos perezosas a manos más productivas, que hagan fecunda su riqueza, cultivando mejor sus tierras, arrancando nuevos frutos, actualizando insospechadas posibilidades.

La Biblia tiene su matriz de origen en la historia religiosa de un pueblo particular, el judío, y en la experiencia de una comunidad universal de fe, la Iglesia cristiana. Ella ha sido una creación humana, cuyos autores, contextos y acondicionamientos de origen hoy conocemos con toda exactitud. Pero a la vez, y sobre todo, ha sido reconocida como palabra divina, como don de Dios a los hombres a fin de que les sirva de lámpara que alumbre sus pasos y potencia que fortalezca su esperanza, al abrirles un horizonte de futuro y al esclarecerles el origen del que vienen, el fundamento sobre el que existen: un amor originario, libremente creador de creadores libres.

Entre los miles de poemas, crónicas, oraciones, relatos, surgidos entre el siglo X antes de Cristo y el siglo I después de Cristo, 72 libritos fueron seleccionados por esas dos comunidades de fe. Vieron en ellos, tras siglos de discernimiento, el relato de la acción y revelación de Dios, la descripción del ser y del corazón de Dios, el retrato e imperativo de un hombre nuevo. El enigma de la Biblia es la encuadernación de esos 72 fascículos, seleccionados entre cientos de miles. Sólo ellos fueron considerados palabra de Dios en un sentido único. Sólo son Biblia en ese orden, con esa intencionalidad e interpretación, transfiriéndose las claves de sentido de unos a otros. Ninguno de ellos significa sino el resto: Génesis sin Apocalipsis, Éxodo sin los Evangelios, Cantar de los Cantares sin el relato de la Pasión (Siervo de Yahvé, Cristo), ya que ella nos dice definitivamente de qué es capaz el amor cuando se hace solidaridad y entrega hasta el límite.

La Biblia transcribe una experiencia religiosa nueva, percibida como revelación o inspiración divina, expresándola con los medios literarios que tiene a su alrededor, pero transmutándolos en su raíz significante. El Génesis, los Salmos, el libro de Job tienen múltiples paralelos en las literaturas egipcia, ugarítica, babilónica. Pero, una vez establecidas todas las dependencias literarias, salta a los ojos la novedad de fondo. ¿Quién no se ha sorprendido de que mucha de la mejor poesía de San Juan de la Cruz esté en Boscán-Garcilaso y en la lírica popular? Pero ¿quién no se ha sorprendido todavía más de que, tras un leve toque verbal o mínima transposición semántica, todo haya quedado transmutado? Eso ocurre en la Biblia respecto de la literatura circundante.

Si por Biblia cultural se entiende la cultura a partir de la que ella nace y la cultura que de ella ha nacido en los 20 siglos siguientes, el adjetivo enuncia una evidencia. Y sería bello que los lectores conocieran esas largas raíces (Enstehungsgeschichte) y esas anchas repercusiones culturales (Wirkungsgeschichte). En Occidente somos quienes somos tras leer a Homero y la Biblia, a Virgilio y Dante, Lutero y Pascal, Descartes y Galileo... Ésos son nuestros Padres fundadores. Cuando alguien le preguntó a Bertolt Brecht cuál era el libro que más había influido en su obra respondió: "Usted no me va a creer si le digo que es la Biblia".

¿Y una Biblia posmoderna? El siglo XIX transfirió a proyectos seculares los ideales mesiánicos del Antiguo Testamento. El judío Marx programó como revolución hecha por los hombres, para los hombres y en una sociedad sin clases dentro de este mundo los contenidos del Reino de Dios de que habla la Biblia. El Éxodo, los Profetas y el Sermón de la Montaña fueron supremos fermentos de utopía escatológica, esperanza revolucionaria y actitud crítica. La posmodernidad ha relegado los grandes relatos, las grandes esperanzas y los grandes libros. Y ahora edita la Biblia, no como totalidad, sino en libritos sueltos. Y no todos. Los profetas no, por supuesto, ya que nos aguarían la fiesta. Se reeditan comenzando por el Génesis y el Cantar de los Cantares, como si ellos fueran los mejores exponentes del mithos y del eros. Si la modernidad iniciada en Grecia reclamó el logos contra el mito y el esfuerzo heroico frente a la placidez morosa, la posmodernidad prefiere remitificar y volver al politeísmo originario, considerando el monoteísmo la fuente de todos los males, desgarros y dictaduras. Piensa a Dios como no divino, y su faz, como la de cualquier tirano.

La Biblia no está ni agotada ni sellada con siete sellos. De San Gregorio Magno aprendieron los modernos hermeneutas que un libro crece con cada lector en cada generación. "Sacra eloquia cum legente crescunt". La Biblia está, por ello, abierta hacia adelante. Sus caudales llegarán hasta nosotros, si no cerramos las compuertas por donde pueda salir su agua y si no echamos los cerrojos de las puertas por las que pueda entrar en nuestros aljibes. La Biblia no pretende instruir sobre astronomía, geografía, historia; ni siquiera sobre antropología primordialmente. Habla de Dios al hombre no para instruirlo, sino para convocarlo, provocarlo y llevarlo más allá de sí mismo. San Agustín resumió su contenido en estas dos afirmaciones: narrar la historia de Dios e invitar al amor de Dios. Quien prescinde de ese horizonte y se clausura sobre sí mismo, no dejándose llevar por el viento al Infinito, se quedará a solas con su finitud y muerte. Así concluye quien sólo busca en la Biblia la confirmación de su saber o placer, poder o deseo. Ese tal no lee, va de caza; no descubre la novedad porque no sale de sí mismo.

Este libro nos confronta con la primordial y eterna pregunta: ¿cuenta Dios con el hombre antes de que el hombre cuente con Dios? ¿Se agota el mundo en el horizonte de lo manufacturable por las manos o por el pensar del hombre? Éste se define, sobre todo, por lo que puede recibir viniendo de más allá de sí. La Biblia queda degradada cuando se la reduce a cultura, ética, estética o dogma. Es el relato de lo que Dios puede dar de sí con el hombre y de lo que el hombre puede dar de sí con Dios. La cultura actual intenta reducirlo todo a función al servicio de lo que en ella vige e impera. No tolera la diferencia ni admite el sobresalto. Atrae hacia sí lo antecedente en el tiempo y reduce a sí lo diverso en el lugar. Ciega la memoria y con ello obtura la esperanza. Mozart ya no es aquel Mozart de Salzburgo, sino dos compases que oyes al teléfono. ¿Para qué sentarse dos horas en absoluto silencio para oír o interpretar al piano, dejándose llevar por él, connaturalizándonos con su genialidad, arrancándole y dejándonos arrancar posibilidades inéditas? Cada libro tiene su alma y nos enriquece sólo cuando nos dejamos llevar hasta sus abismos o elevar hasta sus alturas. Sólo con sudor y lágrimas se llega a las cumbres y se accede a las fuentes.

La Biblia tiene alma propia. Para cuentos, los de Calleja; para mitos, los griegos o germanos; para historia positiva, Mommsen, Ranke o Menéndez Pidal. Para viajes de fantasía, Julio Verne, y para la eterna ensoñación realista, el Quijote. También para soñar y pensar, para orar e ir más allá de sí mismo y más adentro en sí hasta donde Dios llama: la Biblia. De Husserl y Freud hemos aprendido en este siglo el principio de realidad: dejar a las cosas ser lo que son y como son. A los árboles, crecer; a los ríos, avanzar hacia el mar; a los perros, ladrar, y al hombre, existir. La Biblia debe ser la Biblia, sin adjetivos; aun cuando nunca faltará quien tome el rábano por las hojas.

Olegario González de Cardedal es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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