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El gran Mercero

DÍAS EXTRAÑOSEn estas fechas tan entrañables, hasta una decisión tan aparentemente inocente como ir al cine deja de serlo. No es lo mismo, para entendernos, ir a ver la última película de la factoría Disney que esa oscura producción independiente norteamericana que sólo se proyecta, convenientemente subtitulada, en un par de salas de Barcelona. O sea, que una cosa es ir a ver Mulan y otra muy distinta es ir a ver Hapiness (un exabrupto que les recomiendo vivamente, por otra parte, ya que es como un cómic de Daniel Clowes en movimiento y a mí los cómics de Daniel Clowes me encantan). Si elegimos ver la película del señor Todd Solondz en estas fechas es que nuestro aprecio por la Navidad es escaso. ¿Significa eso que estamos condenados a ver una película de Disney para santificar adecuadamente las fiestas? No exactamente: existe una tercera vía y se llama Antonio Mercero. Aquí donde me ven, estoy pensando seriamente en ir a ver La hora de los valientes, aunque eso me garantice la expulsión de la inexistente ACME (Asociación de Cronistas Modernos y Enrollados). Sí, ya sé que Mercero es el responsable de Crónicas de un pueblo, aquella serie del cura, el boticario, el tercio familiar y demás. De acuerdo, es muy duro que cada mes de julio te enchufen Verano azul por enésima vez, hasta que te la aprendas de memoria. Sí, tienen razón, Farmacia de guardia hedía de mala manera a costumbrismo casticista: ¡Sólo oír la sintonía se le ponían a uno los pelos de punta!... Pero Mercero es también el autor de La cabina, aquel telefilme tan premiado dentro y fuera de nuestras fronteras. Y del largometraje Espérame en el cielo, que no estaba nada mal... Y además (está bien: confesaré), desde que conocí personalmente a Antonio Mercero y vi cómo andaba por el mundo soy incapaz de hacerle víctima del menor sarcasmo. Miren, se lo diré claramente: Mercero es una excelente persona. Tuve ocasión de comprobarlo hace tres o cuatro años, cuando me tocó formar parte del jurado del festival de cine de Peñíscola (ese es mi mundo, amigos, las llamadas de Venecia y Cannes no se producen ni a tiros, pero si algún día se celebra un festival en La Almunia de Doña Godina o en Bollullos del Condado, ahí estaré yo). Este prestigioso certamen es, de hecho, una excusa para que los invitados se pasen el día comiendo y tomando el sol. Sus responsables son personas simpáticas y conscientes de lo modesto de su propuesta, con lo que dedican lo mejor de su tiempo a hacértelo pasar bien. Ese era el motivo por el que cada año se presentaba, como el que va de vacaciones, José Luis Dibildos, un tipo encantador que fumaba picadura y aprovechaba la ausencia de su mujer, empeñada en hacerle comer verdura, para inflarse de arroz a banda. Como los miembros del jurado no teníamos mucho que hacer, nos dedicábamos, básicamente, a comer, a charlar y a pasear por el pueblo. Todos pasábamos desapercibidos menos Mercero, que era reconocido por la chiquillería y obligado a firmar autógrafos, lo que hacía de mil amores. ¡Mercero, el amigo de los niños!, pensaba yo al principio de manera sarcástica. Pero pronto me di cuenta de que era verdad: según me contó, aún mantenía contacto con los protagonistas de Verano azul y estaba al corriente de sus vidas, sus trabajos, sus matrimonios, sus alegrías y sus desgracias. Poco a poco, me di cuenta de que podía recordar episodios de Crónicas de un pueblo sin sentir deseos de abrirme las venas, de que Verano azul tenía sus buenos momentos y de que la sintonía de Farmacia de guardia no era tan asquerosa como creía... Mercero me había atrapado en su red de simpatía, facundia y buen rollo. Aquel hombre no era, como yo pensaba antes de conocerle, un cínico que se hacía rico explotando la tendencia humana a la cursilería, sino un humanista que creía sinceramente en el poder sanador, dentro de un orden, de sus películas y teleseries. Desde entonces, ni emito ni soporto ninguna grosería con respecto a su obra. Los España somos así. Y si me ven en la cola de La hora de los valientes, por favor, no me escupan.

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