Autovía A-3: la resaca de la fiesta
Pasados los fastos de la inauguración del último tramo de la A-3, en que la doctrina oficial, al menos en Valencia, lo ha inundado todo (televisión, tertulias, diarios...) apenas si ha quedado un pequeño resquicio para las críticas. Aparecen como verdades inmutables las difundidas por los medios oficiales e incluso diarios bien formados e informados, han cometido, a mi juicio, un exceso de buena fe en esa doctrina. No hay dudas, vaya por delante, que la carretera va a continuar siendo un pilar básico del sistema de transportes, pero de ahí a dedicar el 90% de los recursos para infraestructuras en este sector, va un trecho de matices y discrepancias. Con todo, sin entrar ahora a remover el discutible plan de carreteras 84-91, creo que la N-III Madrid-Valencia merecía formar parte de la red de autovías del Estado, así lo defendí en 1984 en el gobierno autonómico valenciano y así lo mantengo ahora. El retraso en su terminación arranca desde que Julián Campo, ministro de Obras Públicas del primer gobierno socialista, se empeñó, mal aconsejado a mi juicio, en dar prioridad al itinerario por Albacete, que penalizaba innecesariamente a Valencia y Castellón, al no respetar la distribución de tráficos en el llamado corredor Madrid-Levante. En primer lugar, conviene señalar que la autovía de Valencia, o de Madrid según desde donde se mire, no ha sido polémica por las injerencias políticas para definir el trazado. Lo que ha sucedido es justamente lo contrario, es decir, una serie de desatinos técnicos han distorsionado las decisiones políticas. El señor Borrell defendió, siendo ministro de Obras Públicas, una opción para cerrar el último tramo, que atravesaba el paraje de las Hoces del Cabriel. Lo hizo, supongo, porque creyó que los proyectos de su departamento eran solventes, los estudios de impacto ambiental adecuados y el coste económico asumible. No creo, por tanto, que el ministro diseñara él mismo el trazado de la autovía. Cuando José Bono, presidente de Castilla-La Mancha, se opuso a ese trazado por las Hoces (1993), en el ministerio se aferraron a esa solución, descalificando otras opciones, que ni siquiera habían tenido en cuenta. El señor Borrell optó por sostenella y no enmendalla, hasta que el nuevo Gobierno popular (1996), metido en un callejón sin salida -el señor Bono estaba dispuesto a ir a los tribunales, y las demoras eran ya insoportables- obligó a proyectar la solución que finalmente se ha construido y que, por cierto, no venía de la casa. Los mismos que gastaron centenares de millones para proyectar el paso por las Hoces, negándose empecinadamente a contemplar otras alternativas, no tuvieron más remedio que prestarse a desarrollar, a regañadientes, el proyecto que habían denostado. (Ahora se han apuntado el éxito técnico, sin que nadie les haya pedido cuentas por no haber realizado correctamente los deberes a tiempo. Por el contrario, han recibido de la superioridad efusivas felicitaciones. Los gobiernos de Aznar y Zaplana, por su parte, no han escatimado medios para darle en las narices al partido socialista a cargo de los contribuyentes. Una parte de nuestros complejos y frustraciones, me refiero a los valencianos, se han disipado. Sólo nos falta ahora conseguir el AVE). Así que, a mi juicio, el señor Borrell cometió un grave error: confiar a pies juntillas en el aparato burocrático de Obras Públicas, negándose a escuchar propuestas más razonables, descalificando a los ecologistas, presionado por las prisas políticas para cerrar esa herida abierta. Otros sectores, minoritarios, defendieron, entonces la opción cero, distinta de la de Borrell, también de la que pactaron finalmente Bono y el partido popular, para el paso de Contreras, que consistía en mejorar la variante de 1972, porque con ligeros retoques y mucho menos coste, habría resuelto el problema... con una diferencia de tiempo de un par de minutos para un trayecto de tres horas y media. Esa opción no triunfó, porque fue descalificada de plano. Y los que la apoyamos entonces tenemos ahora perfecto derecho a denunciar el excesivo coste ambiental y económico que se ha pagado para saltar el embalse. (Por cierto, cualquiera que haya escuchado la propaganda de estos días y no conozca el itinerario, creerá que la N-III era poco menos que un camino de cabras de la Edad Media, cuando en realidad, era una de las carreteras radiales mejor conservadas desde que el Plan Redia de los sesenta la puso en buenas condiciones). Los técnicos tenemos la obligación, nos guste o no, de integrar las variables medioambientales en el mismo momento de la concepción de los proyectos, y no a posteriori para maquillarlos, estudiar todas las opciones, hacer bien las cuentas globales coste-beneficio, dar facilidades para la participación e incluir la opción cero en todos los casos. Esta opción no significa quedarse de brazos cruzados ante un problema, sino optar por la solución menos costosa, al igual que un buen cirujano no necesariamente ha de empuñar el bisturí cada vez que un paciente se acerca a su clínica con una dolencia, y ha de explicarle claramente qué va a ganar y qué va a perder en caso de intervención. Pero en la Administración, por desgracia, esta manera de actuar no ha penetrado todavía: la prepotencia, la inercia de la maquinaria administrativa y la falta de renovación de ideas han configurado unos servicios que gozan, como en el caso de Obras Públicas, de una gran autonomía frente al Gobierno y al que, como hemos visto, ponen en más de un aprieto. Y así se nos han contado estos días verdades a medias, para justificar a posteriori una decisión muy discutible, sobre los beneficios que nos van a traer estas obras, en ahorro de combustible, en accidentes, ocultando o ignorando que las cuentas hay que hacerlas de otro modo, incluyendo todos las variables, no solamente los que les son favorables. Tampoco se puede propagar que el trayecto Madrid-Valencia se puede hacer ahora en tres horas, porque eso supone saltarse la ley a la torera, ni existen garantías de que no va a haber atascos (ya los hay a la entrada de Madrid a diario), ni se puede limitar el impacto ambiental a los estropicios paisajísticos locales, porque la cosa tiene mayor alcance. Así que ya es hora de plantear una política de transportes razonable, siguiendo las corrientes renovadoras europeas que, sin limitar las exigencias del desarrollo, lo hace de manera sostenible, es decir, optimizando la infraestructura ya construida, utilizando la combinación inteligente de los diferentes medios, pero primando aquellos que tienen menor coste social, ambiental y económico, y tratando de no crear más desequilibrios territoriales. Para ello, entre otras cuestiones, habrá que definir los límites del transporte por carretera, hoy hegemónico en España, también en la Europa occidental. A pesar de que disponemos de una de las redes viarias más potentes del mundo, algunos se empeñan en continuar hablando de déficits, una dinámica que, como ya demostraron hace décadas un grupo de técnicos, genera una espiral sin fin: más carreteras, más estímulo al tráfico, más necesidad de carreteras... Así de sencillo.
Joan Olmos es ingeniero de Caminos, ex director general de Obras Públicas de la Generalitat.
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