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Atrincherados

Con cierta inquietud hemos pasado la fiesta grande de nuestra política, porque se veía venir que esta no iba a ser una celebración más. La magia de los veinte años, la marca, en cierto modo, alcanzada por la Constitución española invitaba a toda clase de excesos laudatorios. Incluso, a un poco comedido beaterío constitucional a cargo de los sufridos y ahora ya celebrados ponentes de la ídem. Bajo el síndrome de la amenazante reforma, atrincherados en la sorpresa boba que el éxito de la estabilidad política provoca, y convencidos de que hicieron lo que debían y de que el resultado fue el mejor, los hagiógrafos, más numerosos que nunca, se lanzaron con antelación a deplorar que otros, los menos, casi los de siempre, planteasen que quizás tanta normalidad permita al fin dar algún paso más hacia lo que en la transición no fue posible pero ahora no tendría por qué provocar tanto aspaviento: la reforma. Un político de ideas solventes y con algunos éxitos a cuestas difíciles de ocultar, Pasqual Maragall, habría sido de los pocos que desdramatizaron el evento proponiendo algo que quizás no deberíamos desdeñar ni soslayar: cada veinte años podríamos citarnos para hacer balance y evaluación del rendimiento político del texto constitucional y alumbrar un paquete de enmiendas para ir más lejos. Durante ese período, nos comprometeríamos a no tocar nada que exigiese poner en marcha el procedimiento agravado de la reforma (con referéndum incluido), y el resto, podría ir acomodándose paulatinamente en el debate tranquilo entre sociedad y parlamento. Una iniciativa así nos evitaría lo que ha estado ocurriendo desde que los movimientos nacionalistas democráticos de Cataluña, Euskadi y Galicia han sugerido que el modelo de la articulación del plurinacionalismo en el modelo constitucional debería revisarse para acoger la dimensión soberana que para ellos precisa el horizonte deseable. Independientemente de la calidad de las propuestas, o de la profundidad de las inmediatas consecuencias políticas, debería entenderse que si en la transición, la correlación de fuerzas entre el reformismo gubernamental franquista y las oposiciones dio lugar a una fórmula compleja, ambigua y de futuro incierto para la distribución territorial del poder, hoy, conscientes del buen resultado que habría dado aquel modelo incógnito, quizás es más fácil entrever las ventajas de dar un paso más. Si entonces, la estrategia gubernamental del café para todos dio lugar a un florido Estado de las autonomías, las demandas abstractas de soberanía de algunas nacionalidades, en lugar de despertar de nuevo el bostezo y la tacañería, podrían ser un acicate para avanzar hacia un modelo de mayor coherencia política. Con el horizonte europeo al fondo y la experiencia de una gestión autonómica solvente, levantar empalizadas ante las iniciativas de reforma parece más una pacata respuesta al éxito que se pregona que prudente conservación de activos. Además, ¿quien puede negar a estas alturas que las reivindicaciones estructurales de los nacionalismos no fueron el verdadero motor que acabó moviendo las ruedas del entramado autonómico? Y, finalmente, seguros de que todo va bien, ¿a qué viene tanta reconversión al federalismo de libro sino a la argucia de abrazarse a una entelequia teórica sin adeptos serios y leales conocidos?

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