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Tribuna
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Fiestas

María Ángeles Sánchez acaba de publicar un libro sobre las fiestas populares de España y ha reunido unas tres mil, pero ha tenido que cortar más de la mitad de las que en realidad existen y conoce.Hasta hace poco, un país con muchas fiestas y "puentes" daba motivos para pensar mal. Cuantas más fechas en rojo se registraran en el calendario, más números rojos eran previsibles en su contabilidad nacional. Por fortuna, esta consideración ha variado a tiempo de salvar buena parte del patrimonio festivo y hasta de reinventar ocasiones de conmemoración extraviadas.

Contrariamente a la vacación, que es simple negación del trabajo, la fiesta originaria se integra en las secuencias del proceso laboral. Viene inducida por la celebración de las cosechas o alude a las divinidades con la intención de coaccionarlas, sobornarlas o provocarlas en nuestro favor. De hecho, las fiestas verdaderas requieren por su importancia tanta actividad como un trabajo, si no más, mientras la idea de no hacer nada es sólo una invención moderna. Una idea mortal; casi una metáfora del silencio y los desiertos.

Por contraste, enaltecer las fiestas, bulliciosas, populares y pobladas, como hace María Ángeles Sánchez, es parecido a una defensa de la biodiversidad y semejante a un manifiesto sobre la calidad frente a la simple cuantificación. Precisamente, en pocos países del mundo se ha alcanzado una conciliación tan perfecta como la que existe hoy en España entre la tradición y la modernidad, el tiempo extraordinario y el tiempo regulado. Todavía quedan seres anacrónicos que ven en los miles y miles de nuestras fiestas señas de atraso. Son espíritus que, sin duda, morirán asfixiados por el nuevo aire, necesariamente más plácido e indulgente, con el que se identificará el auténtico progreso del tercer milenio.

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