Como una moto
Lo afirmaba un colega veterano y agudo que ejerce en los mentideros políticos de Madrid: "Vuestro presidente Zaplana, decía, va como una moto". De no tratarse de una persona sensata y sagaz, digo de mi compañero, me hubiese inclinado a pensar que delataba el frecuente síndrome de rechazo que muy a menudo padecen en la capital del Reino cuando algún periférico notable agita más de la cuenta el plumaje en aquellas crujías. A pesar de los cuatro lustros de Constitución, los gobernantes autonómicos, con el par de consabidas excepciones, siguen siendo contemplados en la villa y corte como unos tipos pintorescos, cuando no ensorbecidos, que se permiten visitar cancillerías, efectuar periplos diplomáticos y, por supuesto, suscribir acuerdos económicos que, por vicio o inercia, se consideran reservados a los altos dignatarios de la Administración central. Vaya por Dios, suele exclamarse en los madriles, ya tenemos por aquí a uno de esos reyezuelos de las autonomías. Por eso me parece de perlas que nuestro molt honorable así como sus homólogos se dejen caer por aquellos lares, impongan su presencia y afronten con entereza y aún desparpajo ese mal simulado ninguneo en que todavía se les tiene, por más que empiece a desvanecerse ante las brisas federales que soplan. Se corre el riesgo, naturalmente, de abrumar a los poderes de toda laya que se reparten el pastel capitalino o de caldear susceptibilidades entre los cortesanos de la Moncloa. Pero ese riesgo es preferible a su contrario: el de proyectar la imagen de un vendedor de provincias que limosnea unos pedidos. Titular de la Generalitat hemos tenido que, por mor de la discreción, o por pobreza de espíritu, se diluía en tan triste figura. No es tal el caso de Eduardo Zaplana, quien, por tablas y desahogo, además de algún otro mérito, digo yo, ha sabido hacerse un hueco en el clan dirigente de su partido, entre la clase política que más alto coturno calza, junto a los barones autonómicos y, por supuesto, pues resulta obvio, en el restringido círculo áulico de José María Aznar. Y toda esta escalada, cuyas claves últimas ignoro, se ha efectuado como una traca, de tan vistosa, sonada y rápida. La atención que le ofrendan los medios de comunicación es la consecuencia de ese espectacular proceso, cuya guinda ha venido a ser la encomienda de la ponencia política, El Estado de las oportunidades, que se debatirá en el próximo congreso del PP. Así pues, una carrera meteórica y metafórica que, con moto o sin ella, apunta ciertos peligros que el aludido colega dejaba implícitos. El primero de ellos sería que nuestro gran hombre se acabe estrellando si, ahíto de éxito y velocidad, no administra con tacto sus preeminencias y tranquiliza a la leva de cucañeros, alarmados, envidiosos o reticentes por la irrupción del inesperado competidor. Ya se sabe que la peor puñalada política acecha muy a menudo desde las propias huestes. Por otra parte, aquí en el País Valenciano, bien pudiéramos colegir que al presidente le queda pequeño el palau que le acoge y el partido regional que pastorea. Quizá juzgue concluida su misión y busque la manera de eludir el tedio que le aguarda si ha de cumplir una segunda legislatura. ¿Por qué no apostar fuerte, cuando tan propicios le son los dioses? Pero ha de saber que en Madrid ya le han visto llegar y no sería raro que le hubiesen puesto una piel de plátano en su viaje motorizado.
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