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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El vino nuevo

Al fin una fiesta en Barcelona. Al fin una epifanía. No hay fiestas en la ciudad. Las subvencionadas tienen todas una aire de marcialidad insufrible: allá van todos, convocados a ser felices, y pobre del que frunza. En las privadas, sólo se chismorrea y sólo de los mismos: no hay renovación; es cierto que a veces aparece en los salones un Sorel cualquiera, pero esto sucede después de muchos crepúsculos. El último día de noviembre, por la noche, en dos calles de Ciutat Vella, las de Agullers y Canvis Vells, hubo una fiesta y yo estuve. Llegaba el vino nuevo. Una epifanía: alguien aparece, qué más da quién sea, si Cristo o su sinécdoque. Entre estas calles, Joaquim Vila dirige una tienda modélica. No quiero ofender a nadie, es fiesta y estoy contento, pero es la mejor tienda de vinos de la ciudad. Los buenos lugares corren como la pólvora y van provocando pequeñas explosiones en las esquinas. Al otro extremo de Agullers, La Vinya del Senyor ofrece también vinos, para descorcharlos allí mismo, con tapas como pequeños estribos. Y más allá, en el Pla del Palau, siguiendo el reguero de placer y buenas maneras, La Estrella de Plata, de donde un hombre verdadero sólo puede salir fundido. Joaquim Vila tuvo una idea. Hace cuatro o cinco años. Celebrar el vino nuevo con sus vecinos. El vino nuevo, en Francia, es la animación republicana ("y bebí una botella de Beaujolais, para bajar al pozo", decía Cortázar -Pameos y meopas-, cuando le anunciaban que sólo tenía tres minutos). El beaujolais no siempre viene bien: este año, por ejemplo, viene vacío, sin olor y sin piel. Pero abrir el vino nuevo es una celebración donde poco importa cómo sepa el pan bendito. La idea de Vila ha cuajado. Los vecinos ayudan con entusiasmo -hasta el herrero Marco dispone sus hierros para que cuezan las salchichas- y los bodegueros de toda la Península van acudiendo cada vez en mayor número a la llamada. Montan en la calle sus mesas y ofrecen a los paseantes sus frutos. Hay años, incluso, en que llegan con el vino aún fuera de punto, empujado fuera de la barrica. Otros recolectores han ido sumándose. Esta noche, junto con el vino, ofrecen pan con aceite en alguna esquina. Aceite del año, también, que acaban de exprimir. Uno se ve en peligro de morir de un ataque fulminante de mediterraneidad, y quisiera aislarse tras la ironía displicente. Pero el pan, amarillo y amargo, es una épica demasiado poderosa para encontrar el doble fondo. La fiesta ha alcanzado un punto exacto de sublimidad que no podrá durar. Bien que lo siento, yo lo viví. Ya no es el ágape vecinal, confiado, pero estrecho, de los primeros momentos. Las gentes de la ciudad han ido diciéndose, de unos a otros, lo de este día indeciso de finales de noviembre. Y así, la otra noche estaban los justos, ese número justo de las masas, cuando el calor compartido no es todavía adocenamiento. El frío y las tempestades aguardaban su turno a las puertas de las murallas, y de un lado a otro de Agullers se sucedían los encuentros, la efusión y la alegre torpeza. Nadie subvencionaba. Nadie preparaba discursos. Nadie pregonaba. Nadie hacía declaraciones. Nadie sacaba pecho. Nadie cobraba. Así son las fiestas de todos. La estúpida denominación de origen Catalunya, ese último intento del Gobierno supuestamente patriótico por acallar la pluralidad donde más le duele, es decir, aquí dentro, saltaba hecha pedazos: vinos del Penedès, de Lleida, del Priorat, del Bages, inmunes a la abrasiva identidad burocrática, haciendo su camino como los propios hombres inmunes. El año trae, en general, a salvo de los microclimas particulares, un vino sólo bueno. Nada que ver, por ejemplo, con los inverosímiles primeros tintos de aquel 94, nacido viejo. La cosecha ha acabado perdiendo calidad porque llovió demasiado en las últimas semanas previas a la vendimia. Pero éste no es el asunto de la noche. Esta noche el vino baja hacia el estómago, buscando el centro. Elemental, nutritivo, ruidoso, probando que hemos llegado hasta aquí.

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