Más pulso que impulso
Joaquín Almunia ve en el candidato José Borrell el riesgo de un personalismo creciente
José Borrell llevaba dos horas paseando por las calles de París y dándole vueltas al asunto. El día anterior participó en un coloquio con dos ex primeros ministros franceses, Michel Rocard y Laurent Fabius, y la prensa española se hacía eco de su intervención en espacios casi irrelevantes en comparación con los que obtenía la tregua de ETA. La recompensa a su viaje a París tenía que buscarla en la gratificación de haber oído a Martine Aubry, ministra de Trabajo, y a otros dirigentes socialistas sus reflexiones para renovar el socialismo del siglo XXI. Borrell percibió ese día con crudeza que de poco le servía extenderse en argumentaciones a favor de la armonización de las políticas fiscales europeas y de una reglamentación más equitativa sobre el aceite de oliva si no estaba presente en los asuntos que en cada momento centran la preocupación de la sociedad española.Veinticuatro horas después, Borrell planteó en Madrid a Joaquín Almunia que quería asumir la máxima representación del PSOE en las relaciones con el Gobierno y fuerzas políticas. Borrell había estado dándole vueltas al asunto en París, y le parecía una desmesura tener que llevar el asunto al Comité Federal por no haber llegado antes a un entendimiento. Tampoco en esa ocasión avanzaron hacia un acuerdo.
En realidad, las fricciones por el papel que cada uno creía que le correspondía empezaron sólo veinte días después de las primarias, cuando Borrell fue marginado de la negociación protagonizada por Almunia y Diego López Garrido, del Partido Democrático de la Nueva Izquierda, para situar a Cristina Almeida como cabeza de lista del PSOE para la Comunidad de Madrid. Para demostrar que estaba dispuesto a todo para hacer efectivo su liderazgo, advirtió de que si no se contaba con él no tenía ningún inconveniente en ir a un congreso extraordinario.
La resistencia de Almunia desde el principio ha tenido bastante que ver con esa batalla soterrada. Ajeno al apego al poder que caracteriza a los aparatos de los partidos, pero integrante del círculo de confianza de Felipe González desde hace veinte años, Almunia ve en Borrell el riesgo de un personalismo creciente. Éste ha seguido una trayectoria más independiente, más guiada por orientaciones ideológicas que por la referencia que suponía el propio González.
Almunia retiró su dimisión como secretario general no sólo por la abrumadora avalancha de peticiones para que así lo hiciera y evitar de ese modo un congreso extraordinario, sino por considerar que está en su mano garantizar la orientación y estabilidad del PSOE, sin vaivenes que asusten al electorado. Para eso no ha dudado en mantener una creciente actividad pública que ha conllevado una ostensible descoordinación de sus mensajes y de los del candidato.
Borrell ha tratado de abrirse paso infructuosamente como máximo representante del PSOE en los últimos seis meses. Según sus colaboradores, no ha podido dar más su opinión sobre el proceso abierto con la tregua de ETA porque la ejecutiva federal no le ha proporcionado información puntual. Almunia le relató su entrevista con el presidente del Gobierno, José María Aznar, pero se enteró por un periodista de que el secretario general propuso al Gobierno que lanzase una oferta de paz a la banda. Una iniciativa que el candidato considera que debía haber lanzado él por tratarse de un problema de Estado que le correspondería gestionar si ganase las elecciones.
Borrell se enteró también por la pregunta de un periodista de que Almunia se iba a entrevistar con Jordi Pujol, a las 48 horas de haber lanzado él una enérgica crítica a los nacionalistas y de que CiU le respondiese tachándole de españolista. La secuencia le dejaba como un político áspero y sin interlocución con el nacionalismo moderado. Las disputas sobre el liderazgo han alcanzado incluso asuntos nimios.
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