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Las lágrimas de Fátima

Fátima Gaalib es una adolescente marroquí de dieciocho años. Su vida no ha sido fácil, no. La hija de unos campesinos de la región de Tánger, emigrados a la ciudad para poder subsistir, no ha conocido lujos en la vida. Por si no fuera bastante la pobreza, tiene, además, la desgracia de haber nacido mujer. En una cultura donde las mujeres se consideran inferiores a los hombres y donde su única salida es la dependencia de un marido prepotente, resulta altamente improbable que una de ellas pueda salir del analfabetismo que las mantiene sojuzgadas. Si hay suerte, vivirá medio oculta es competencia con otras cónyuges, pues ello significa que su hombre es rico; si no, trabajará como un animal de carga y cuando envejezca -a los cuarenta, tal vez, a los treinta años- será repudiada sin indemnización. Pero Fátima es una chica lúcida y desde niña se ha preocupada de aprender a leer y a escribir. No se sabe cómo, es lo de menos. Hurtando horas al sueño y arrostrando la reconvención segura de sus mayores, alguien -un hermano, la dueña de la casa en la que trabaja su madre, tal vez- le enseñó a descifrar los sagrados caracteres de la lengua árabe. Es un secreto que Fátima tiene bien guardado. Por eso, cuando su padre la descubrió leyendo los poemas de un viejo libro que se guardaba en casa, no se le ocurrió pensar que lo entendía, sólo que estaba admirando la belleza cierta de las grafías. No obstante, Fátima lo comprende. Es un poemario de un antepasado suyo, Abuu"Abd Allaah ibn Gaalib, llamado Ar-Rusaafii, un poeta nacido en Valencia a mediados del siglo XII. Fátima ha disfrutado muchas horas leyéndolo, pero sobre todo con el poema titulado Elegía valenciana: "Amigos, ¿qué tiene el desierto/que se ha impregnado de perfume?/¿Qué tienen las cabezas de los jinetes/que caen desfallecidas, como ebrias?/¿Se ha desmenuzado el almizcle/en el camino del céfiro, /o alguien ha pronunciado el nombre de Valencia?/Amigos, deteneos conmigo,/pues hablar de ella trae la frescura/del agua a las entrañas ardientes". Desde que lo leyó por primera vez, Fátima no ha dejado de soñar con Valencia, la tierra de sus antepasados: "¡Ay querida región cuyo recuerdo/no se presenta en mis entrañas/sin que derrame lágrimas rojas!/¿Acaso ser la patria de un muchacho/le obliga a amarla mientras viva?/No hay otra tierra como ésta, llena de almizcle./Dicen: El paraíso nos describes/-¿Y cómo podrá ser el paraíso/en otro mundo?- les contesto./Valencia es esa esmeralda/por donde corre un río de perlas". Pero Fátima no es sólo una soñadora. En el Rif se ven perfectamente las cadenas de televisión españolas y la muchacha, que como todos los rifeños, entiende y chapurrea el romí, no se pierde ningún programa cada vez que va a visitar a su amiga Leila, una chica de posibles en cuya casa tienen televisión. Sobre todo, atesora y rumia las noticias que tienen que ver con Valencia, con la patria soñada por su antepasado el poeta de Ruzafa. De sus gentes alegres, de sus monumentos luminosos, de sus fiestas bulliciosas, del clima siempre dulce y acariciador, de las ciudades blancas con cúpulas azules que se asoman al mar o se recuestan en las faldas de las montañas. ¡Lo que daría por poder vivir en Valencia, en Alicante, en Xàtiva, en Benicarló! Fátima sabe que es difícil, pero no imposible. Periódicamente la televisión de la otra orilla trae imágenes terribles, de cuerpos jóvenes ahogados cuando ya tocaban la tierra de promisión, de inmigrantes miserables que son devueltos a Marruecos como si se tratara de delincuentes. A algunos hasta los conoce, eran de su pueblo. Casi todo son hombres, pero no falta alguna que otra mujer. ¿Y si se atreviese? Fátima no es cobarde, pero se sabe atractiva y no se hace ilusiones respecto a lo que puede pasarle a una chica, huída de su casa, entre hombres desesperados. Cuando se para a considerarlo, vacila y piensa en otra cosa. Luego vuelve a las andadas: ¿acaso las demás no eran como ella y se atrevieron? Porque Fátima está convencida de que todo consiste en lograr pasar el Estrecho: luego, la tierra que mana ríos de leche y miel les abrirá gozosa sus brazos, sobre todo si logra llegar a Valencia, donde nacieron sus antepasados. A juzgar por lo que cuentan los telediarios, todas las regiones españolas parecen estar obsesionadas por sus raíces. Y Fátima sabe que ella es un brote tierno de las raíces valencianas. Fátima oye reír alegremente debajo de su ventana a unos turistas españoles que se pasean por Tánger. Esos del coche rojo son valencianos, los reconoce por la forma de hablar, que no entiende del todo, y por la matrícula. Están comentando las últimas fiestas de moros y cristianos de Alcoy y una chica de su edad dice preferir a los moros. Todos están de acuerdo: en Alcoy es mucho más importante ser moro que ser cristiano. Así que Fátima se alegra y siente que sus esperanzas renacen: en cuanto consiga pisar las playas de enfrente, irá a Valencia y buscará trabajo en el barrio de Ruzafa, en "su barrio". Los turistas se han sentado en un velador y han pedido unos refrescos. Cuando se marcha, Fátima ve que se han dejado olvidado un periódico. Con el corazón latiéndole apresuradamente, Fátima baja a la calle, pasa apresurada por el bar y, sin que nadie se dé cuenta, agarra el diario y se lo guarda debajo de la ropa. Una vez en su habitación, Fátima, emocionada, lo intenta leer con avidez. Se llama EL PAÍS y en las páginas de Comunidad Valenciana trae dos noticias que le afectan muy de cerca. En una se cuenta que en Castellón ha sido detenido un psicópata que había asesinado a varias prostitutas. Fátima mira incrédula los nombres y las fotos de las desgraciadas y se echa a llorar desconsolada cuando comprueba que una de ellas era una amiga de la infancia, una niña que también soñaba con huir a Europa y con la que había jugado no hace tanto a "pateras". Pero la otra noticia aún es peor. En ella se comenta una encuesta realizada por un equipo de sociólogos: parece ser que los ciudadanos valencianos son, con mucho, los españoles que mayor rechazo sienten por "los moros". Fátima cierra poco a poco el periódico, se tumba en la cama y se tapa con el embozo. Es incapaz de sollozar, pero por sus mejillas corren unas pocas lágrimas. Son lágrimas rojas, como las de Ar-Rusaafii.

Ángel López es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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