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Qué difícil es pedir perdón

JULIO A. MÁÑEZMás corto que perezoso, el conseller Francisco Camps alardea de una pésima educación incompatible con su ministerio cuando exige a Joan Romero que pida perdón por su gestión socialista en el mismo cargo, casi a la misma hora en que la sombra del pinochetismo realmente existente, con más caras que Boris Karloff, provoca en las Cortes Valencianas uno de esos arrebatos que vienen a dejar a cada uno en su casa y a Pinochet en la de todos, destemplados sus alientos, sus claras corrientes turbias. Perdón ha pedido el sargento Miravete, tal vez astutamente aconsejado de su abogado, por vomitar con su arma reglamentaria todo el pacharán que llevaba dentro, aunque no consta que Ana Belén haya hecho otro tanto por trucar una foto de carátula a fin de aparecer sonriente junto a la jeta rústica y bellísima de García Lorca, ya que no parece dispuesta a hacerlo por sus canciones, y se dice que hasta el mismo Wojtyla anda rumiando la posibilidad de pedir perdón por las hazañas de aquellos matarifes del Santo Oficio con los que ni siquiera se encontró nunca en el ascensor que lleva desde las cavas hasta la planta noble del Vaticano. Más difícil que pedir perdón es decidir si fuiste tú el culpable o lo fui yo. Y ahí tenemos la de todos los domingos. ¿Hay que perdonar a José Gandía Casimiro por haberse hecho pasar por escritor en Dentadura postissa, por haber sido comunista en su loca juventud, por insultar agazapado tras una colección de pseudónimos a todo quisque desde cierta publicación fluvial, por convertirse en la manaza derecha de Consuelo Ciscar, por contribuir al lanzamiento de esas Cuqui & Cuquita que forman el Equipo Límite, o por todo al mismo tiempo? La respuesta será negativa, a menos que el interesado aporte indicios concluyentes de arrepentimiento de su pasado, de su presente y de su reprobable futuro. Lluís Fernández, por seguir con los barbarismos. Bien está depositar en el monte del olvido su temprana obsesión por la vida sexual de las falleras mayores, y tampoco está de más una piadosa amnesia sobre aquel L"anarquista nu que tanto escandalizó a Amadeu Fabregat por el desparpajo que suponía reproducir sin más algunas horas intranquilas de charla de café. En realidad, se lo perdonaríamos todo, como se hace con los niños chicos, incluso sus escarceos de cine a cuenta de la Mostra de Valencia, a condición de que deje de una vez de escribir novelas, se excuse ante Isabel Preysler de Boyer y se arrepienta veramente de esa humillación del orgullo gai que consiste en ensalzarlo a golpes de una prosa que detestaría hasta Corín Tellado. Ximo Rovira, en cambio, no tiene perdón de dios, Andreu Alfaro debe aplazar en el Purgatorio su celestial encuentro con Goethe hasta ver si se decide a llenar la ciudad con sus férreas curvaturas o se limita a colocarlas en esos despejados enclaves que se dicen emblemáticos a fin de convertirse en un escultor de paso, Ximo Lanuza merece el infierno de la lengua que defiende por convertir en cruzada su propensión al disparate, pero convendría alejarle de la juventud y reducirlo a la exacta proporción que se atribuye a los cordones (cordones, corrector) sanitarios, la incapacidad total y laboral de Joaquín Farnós debería ser tratada en el modelo de hospitales que sustenta, si es que no sanó de espanto en el fulero Lourdes geriátrico de Mestalla, y el Consell en pleno se merece el castigo de peregrinar hasta Navidad por Les Useres si cumple el despropósito de homenajear como le deben a Fernando Abril Martorell, el general invicto de la Batalla de Valencia, en un tenebroso retorno al pasado que bien puede terminar reconociendo en los bigotes de Ignacio Carrau al mejor gestor de la Diputación de todos los tiempos y en Miláns del Bosch al oficial y caballero que tantas veces quiso ser sin conseguirlo. A Azorín (Don Serenín para Valle-Inclán, en su feroz parodia teatral del periodismo de siempre, como ha recordado el memorioso Haro Tecglen) lo perdonamos porque nunca pretendió ser nuestro Josep Pla particular y porque su prosa de minucioso relojero suizo es somnífera más que hipnótica y hace su servicio como prólogo para una buena siesta, mientras que Josep Gregori de Bromera queda exento de estas providencias en justo reconocimiento al dolor que le supone promocionar a no menos de cinco tediosos autores locales por cada uno digno de ser leído. Lo que sí resulta del todo imperdonable es que ni siquiera se mencione a Zaplana en esta página.

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