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Reportaje:

Muerte en Sol

Jan Martínez Ahrens

El último sueño de Roberto Rodríguez Gutiérrez fue hallado por un policía en una bolsa de plástico que yacía junto al cadáver. Contenía 10 discos compactos del recopilatorio Mi vida, de Julio Iglesias. No valían mucho (34.950 pesetas), pero sí lo suficiente como para que Roberto, a sus 30 años, los hurtase y, en plena huida, encontrara la muerte al intentar subir a un tren que ya había partido sin él. Fue el 8 de octubre pasado en Sol, línea 2, dirección Cuatro Caminos.Aquel día, el de su muerte, Roberto le dejó dicho a su compañera que tenía la suerte empeñada. Lo comentó por la mañana, poco antes de abandonar la pensión Los Ángeles, en los aledaños de la Puerta del Sol. Allí, tumbado en una cama que se comía la habitación, con el pijama puesto y un fortuna en la boca, Roberto había escuchado de su compañera los recados de la jornada: comprar papilla y pañales para Nerea, la niña de dos años que chispeaba en su regazo, y pagar las 3.000 pesetas de la pensión.

-Perdonadme, no os doy lo que merecéis.

Roberto se despidió con un cigarrillo borrándole la sonrisa. Horas después, sobre las seis de la tarde, con el filo de la miseria apretándole el paso, entró en la sección de música de El Corte Inglés en Sol. Visto y no visto, hizo lo que otras veces: agarró un paquete de 10 discos compactos y, para burlar los detectores de salida, los metió dentro de las hojas de periódico y de papel de plata que llevaba ocultas en una bolsa de plástico de El Corte Inglés. Pero justo cuando iba a pisar la calle, según la policía, fue sorprendido por dos empleados de una empresa del servicio de seguridad. Roberto salió disparado, se lanzó a la boca del metro de Sol y, con el aliento de sus perseguidores rozándole la nuca, corrió. Corrió como no lo había hecho nunca, corrió sin soltar las melodías de amor que pensaba vender en alguna trastienda de la Gran Vía o Montera para pagar la pensión, los pañales, la papilla de frutas y, posiblemente, la micra de caballo que le calmase el día.

Para su desgracia, cuando los pasillos del metro se afinaron y alcanzó el andén de la línea 2, su última oportunidad de escapar acababa de ponerse en marcha. Dirección Cuatro Caminos. Y fue entonces cuando Roberto mostró la verdadera cuantía de su empeño. En un desesperado intento por huir saltó a la plataforma de unión de dos vagones. Pero trastabilló y cayó a la vía. Las ruedas de la máquina le machacaron. Tras media hora de agonía, el pintor de coches en paro Roberto Rodríguez Gutiérrez, nacido el día de San Severino de 1968 y padre de tres niñas, murió.

-Siempre fue obstinado, siempre.

El padre de Roberto Gutiérrez, un mecánico con los dedos ennegrecidos, está sentado junto a una mesa de metacrilato repleta de fotos de su hijo. Viste luto y le acompaña su esposa. En su relato aún resuenan las francas carcajadas de su hijo y el recuerdo preciso de la tarde de 1996 en que Roberto acudió a visitarle al taller. Lo vio diluido, con el andar más lento y la mirada roja. Y entendió. Ese mismo día lo llevó a su casa de Daganzo de Arriba para ayudarle a recuperar el hilo de las conversaciones, a no repetir una y mil veces lo mismo ante el televisor familiar. El padre jamás se lo preguntó y el hijo jamás se lo dijo, pero los dos lo sabían. Roberto, el primogénito parido en la maternidad de O"Donnell, el retoño bautizado en la parroquia del barrio de Quintana, el niño estudioso del colegio Conde de Romanones, era toxicómano.

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Muchas ilusiones habían depositado los padres en aquel zagal al que siempre enloquecieron los coches, la velocidad. Un crío de rostro despierto, que zascandileaba sin descanso, arriba y abajo, por el taller que poseía el padre en la calle de Montesa y bajo cuya inquietud infantil ya asomaba una obstinación granítica. Como cuando en 1978 su padre lo llevó a Motril en un Fiat 130 para cerrar un negocio. El niño, ávido de emociones, se entretuvo con el viaje. Ya en la ciudad granadina se dispuso a disfrutar aún más con la comida y los refrescos. Fue en ese momento cuando una avispa se posó en la boca de su fanta. "¡Niño, no bebas, que te va a picar!", le gritó el padre. El pequeño, terco, respondió: "Que no, que no me pica". Cogió la botella y acto seguido se le saltaron las lágrimas del aguijonazo.

Fue una lección no aprendida, aunque tampoco parecía que lo necesitase en aquella época. Estudioso y trabajador, Roberto superó todos los exámenes hasta concluir en un solo año octavo de EGB, así como primero y segundo de administrativo. Cumplido lo cual se puso a trabajar como pintor de coches en el taller de su padre. Pero su inquietud, aún no encauzada, le condujo pronto hacia otros derroteros y empezó a preparar en una academia de la calle Mayor su ingreso en la Guardia Civil. El afán le duró hasta que descubrió su falta de resistencia a las pruebas físicas. "Siempre quiso hacerlo todo de golpe", recuerda su madre.

Fallido el intento de vestir de verde, Roberto vio cómo en una sola noche sus pasos le llevaban al camino opuesto. Fue un sábado, en la calle de Orense. Una reyerta, un herido, y Roberto, aún menor, fue condenado al reformatorio. Dos meses penó hasta que sus padres consiguieron sacarle con una fianza de 50.000 pesetas. Ya en libertad, el joven buscó salida en el servicio militar y se alistó en los Cuerpos de Operaciones Especiales. Sus padres le recuerdan fuerte y tranquilo en aquella época. Una vez licenciado, Roberto siguió con su trabajo de pintor de coches, aunque una espina reverdeció en su camino. Pese al dinero de su padre y a su afición por la velocidad, no logró aprobar el carné de conducir. Y no porque le faltase destreza al volante, sino porque, como recuerdan sus allegados, sólo acudía a clase cuando le daba la gana. Es decir, muy poco.

A los 21 años, Roberto se marchó a vivir a casa de una tía suya. El aire de la libertad le trajo el primer gran amor, una chica de Torrejón de Ardoz llamada Concepción. Con ella viajó a Palma y con ella, embarazada de gemelas, volvió a Madrid. Sus padres se aprestaron a ayudarles y les buscaron casa en Daganzo, adonde se habían trasladado tras del cierre, por motivos económicos, del taller. Su madre, ilusionada, compró dos cunas y bordó sábanas pensando en que pronto la llamarían abuela. Las niñas nacieron, hace ya ocho años, en el hospital Príncipe de Asturias. Tres años después, al cabo de una borrascosa relación, Roberto se separó de su mujer y se marchó a vivir a Madrid. Desde entonces apenas coincidió con ella y casi sólo vio a sus hijas cuando éstas visitaban la casa de los abuelos.

En la capital, el hombre centró sus pasos en el barrio de la Concepción. Allí se hundió un poco más. Para entonces, ya se le acumulaban las primeras detenciones (por ejemplo, por otra pelea) y sus trabajos como pintor de coches se volvieron cada vez más esporádicos. El robo pequeño empezó a rondarle. Fue en esa pendiente cuando conoció a Isabel, su última compañera, la mujer cuyo nombre en letras rojas llevaba tatuado en el brazo izquierdo cuando murió.

-Al verle en el velatorio, me pareció que tenía cara de descanso.

Isabel fue testigo del abismo que se abrió en el último año de Roberto. Demasiado pobres para vivir juntos vio, por ejemplo, cómo en el verano de 1997 su hombre sonreía con el trabajo de feriante (se dedicaba a los coches de choque), que le permitía cobrar a diario. Concibieron entonces sueños de un hogar compartido, de una casa en la que albergar a Nerea, la hija de la pareja.

La ilusión se agostó con la llegada del otoño y el fin de la feria. Roberto volvió a la calle, a sentir la aspereza del asfalto y de las puertas cerradas ante sus narices. Iba a tocar fondo. Al mes de perder el trabajo dormía en un portal de Arturo Soria. Sin dinero para comer -cenaba en casa de los padres de Isabel, jubilados-, buscó el olvido en el tacto vegetal de la heroína. Los poblados marginales de La Celsa y La Rosilla vieron pasar su sombra. Y también, según la policía e Isabel, El Corte Inglés, la FNAC... "Lo suyo eran los compactos, sabía cómo hacerlo; luego los vendía por allí, en tiendas de compra y venta", dice Isabel. Con ese dinero, más alguna chapuza en talleres u obras, Roberto agotaba sus días de superviviente y estrechaba su amor hacia Isabel y su hija Nerea. Una mañana las invitaba a comer con el premio derramado por una máquina tragaperras, otra tarde les regalaba un ramo de rosas y claveles de plástico. Hace cuatro meses decidieron vivir juntos en un hostal de Centro. Eligieron un cuarto grande y con baño en la pensión Fuentesol. La pequeña familia se veía sobre todo por la noche, la hora mala en que a Roberto le asaltaban los fantasmas, en que para dormir debía tomar esas pastillas que no impedían que a mitad de madrugada se despertase de un respingo gritando: "¿Qué haré hoy?".

Y es que cada mañana la ruleta corría de nuevo. No conseguir dinero significaba no comer y perder la habitación. La cadena se cerraba. Roberto hurtaba discos, era detenido, salía a la calle y volvía a ser sorprendido en otro gran almacén con el último éxito musical robado. Y por la noche las pesadillas arreciaban. La heroína ya apenas servía. "Vivía angustiado, tenía miedo hasta de que, por carecer de domicilio fijo, se dictasen órdenes de búsqueda y captura contra él por no recibir las citaciones judiciales".

El día antes de morir, Roberto e Isabel abandonaron la pensión acuciados por las deudas. Buscaron otra más barata. Para resarcirse, esa noche cenaron pollo asado y fiambre, y de postre bebieron cola cao. Por la mañana, Isabel le pidió que comprase pañales y papilla para Nerea. Roberto aceptó el recado. Se puso su americana marrón y salió a la calle a buscarse la vida. Ese día falló.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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