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El tren

LUIS GARCÍA MONTERO Hubo un tiempo en el que los poetas sentían horror ante la amenaza del tren, una serpiente de hierro y humo que infectaba con su veneno de modernidad la paz de las aldeas. La fuga del paisaje en la ventanilla, la frágil existencia de las iglesias y las ciudades en los ojos del vértigo, los ruidos de la locomotora sobre el silencio de los campos, sirvieron para anunciar la prisa de una nueva sociedad y la carrera infinita de la industria. Igual que los kilómetros bajo las ruedas del tren, las verdades estables desaparecerían en la respiración intranquila de la Historia. Pero el símbolo duró poco y el tren acabó convertido en un animal doméstico, sin que la irrupción última del AVE alcance ya a discutir los argumentos de su leyenda pacífica. En medio de la aventura espacial, cuando la luna es nuestra amiga íntima y Marte flota a la vuelta de la esquina, las locomotoras se mueven con el andar de los perros y los gatos viejos, en busca de un rayo de sol y de una caricia. Claro que no siempre conviene tomarse al pie de la letra la santa ancianidad del ferrocarril. A veces gusta viajar cómodo, en un tiempo razonable, subirse en una ciudad y bajarse en otra sin que las modas hayan cambiado y sin que debamos tirar la agenda a la basura porque los amigos vivan ya en otra dirección y respondan en otro teléfono. Es lo que ocurre con los trenes de Granada, perpetuo homenaje a la invención del ferrocarril, espíritu vivo de aquel monstruo que empezó a echar humo por España hace ahora 150 años. Despés de haber soportado el paso lentísimo de 7 o 9 horas, el viajero que llega a Granada procedente de Madrid está en condiciones de comprender el mundo de Isabel II, la parsimonia elegante de los salones decimonónicos, el uso del miriñaque, la retórica de los obispos y los capitanes generales, toda aquella existencia acostumbrada a los mayordomos y las camareras con cofia, aquella sociedad que sentía nostalgia al sustituir los animales de carga por motores. La experiencia piloto que Renfe está desarrollando en Granada representa un esfuerzo meticuloso por conservar las costumbres y los tiempos históricos del ferrocarril. En este cruce del pasado y el presente, no todo puede ser perfecto y surgen algunos desarreglos de poca importancia. Los viajeros ocupan ahora el lugar dejado por los animales de carga. Este intercambio de papeles resulta incómodo, pero puede suavizarse con alguna idea brillante que consiga armonizar la tradición y la modernidad. Sugiero, por ejemplo, que al inicio del trayecto se repartan bolsitas de cebada en vez de auriculares. Granada, una ciudad muy desagradecida, no está sabiendo reconocer los esfuerzos de Renfe: le critica incluso su falta absoluta de inversiones en la provincia y su deseo de ayudar al porvenir de la capital por medio de unas maravillosas operaciones especulativas con los terrenos de la estación. ¡Qué injusticia! ¿Por qué no se querrá cambiar el trazado urbanístico de la ciudad? El Ayuntamiento debería darle carta blanca a los mandarines de Renfe, aunque sólo fuera para agradecerles que, por el mismo dinero, nos permitan en cada viaje disfrutar de sus servicios mucho más tiempo del que sería razonable.

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