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Tribuna
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Misterios urbanos

Cuando no había televisión y teníamos, eso sí, un dictador que velaba con su censura para que los periódicos no nos dieran sobresaltos, la mayor parte de las noticias se comunicaban verbalmente. Entonces sobrevivíamos sin que nadie nos informara de los tipos de interés ni de los accidentes de carretera, porque eran pocos los que podían permitirse pedir créditos o perder la vida al volante. Las noticias ya entonces resultaban espectaculares, pero lo eran en proporción a los tiempos y a los débiles medios que se ponían para difundirlas, por lo que, como máximo, alcanzaban la espectacularidad que se puede permitir una menesterosa barraca de feria. En mi niñez, las noticias del año no eran ni un crash bolsístico, ni la boda de una duquesa con un torero, improbable asunto que sólo resultaba creíble en la letra de un cuplé escuchado en un programa radiofónico de discos dedicados. Entonces, sólo alcanzaban rango de noticia del año notables acontecimientos como la llegada del buitre que anidó en todo lo alto del libro de piedra que corona el monumento a la Constitución liberal de 1812 en la Plaza de España de Cádiz, lo que, sin querer -porque no hay ave que hile tan fino-, resultaba una metáfora muy apropiada para tiempos de dictadura. Pensaba que cosas así ya no sucedían hasta que, hace unos días, encontré en el diario Sur de Málaga un suceso que tenía el aire prodigioso de los de mi niñez. Frente al barrio malagueño de El Palo, decía el periódico, había sido hallado un submarino republicano hundido por los nazis. Las historias de aves exóticas, náufragos, hundimientos y hallazgos submarinos han gozado siempre de mucho prestigio entre los que vivimos a orillas del mar. Estos sucesos, que para la gente de interior son, simplemente, novelescos, tienen para nosotros los ribereños el encanto de los prodigios improbables pero posibles, aunque sólo sea porque más de una vez hemos oído hablar de ellos. El hallazgo del submarino de El Palo, según pude leer, era producto del tesón de un abogado malagueño llamado Antonio Checa que no tenía otra relación con el mar que una tímida afición a la pesca. El abogado descubrió hace un año una burbuja de gasóleo que venía del fondo marino y comenzó a hacerse preguntas. Buen comienzo para una historia a contar una noche de tormenta, cuando aún no había televisión y podíamos permitirnos el lujo de entretenernos con cuentos. Estos días, los periódicos han traído noticias de nuevos remedios contra el cáncer y hasta nos han contado que es posible establecer una conexión telepática entre el cerebro humano y una máquina, pero quizá no ha habido suceso más misterioso que el del submarino republicano hundido frente a El Palo por la Armada nazi. Quizá es que no hemos perdido del todo la inocencia y aún nos siguen hechizando los misterios del mar. Lo malo es que nuestra ingenuidad se encuentra ya bastante adulterada por la ficción y no podemos imaginar un naufragio que no se parezca al de cartón-piedra e infografía del Titanic de Leonardo Di Caprio, ni somos capaces de concebir un hallazgo misterioso en el que intervengan nazis sin entrever a Harrison Ford en En busca del arca perdida.

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