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Políticos, para qué os quieroANTONI PUIGVERD

En el último de sus habituales artículos del sábado, Xavier Bru de Sala, partiendo de la enorme desgracia de Banyoles, arremetió espléndidamente contra algunos defectos de nuestra vida social y política: la autocomplacencia o cofoisme, la codicia, la despreocupada confianza en la suerte. Comparto el fondo crítico y el tono casi furioso, de santa (y sana) irritación, imprescindible en este país en donde incluso la crítica va recubierta de un baño de caramelo. Y sin embargo, la muy higiénica lejía del artículo corroe, de una manera que no puedo considerar justa, la figura del alcalde de Banyoles, Joan Solana. Bru de Sala, al referirse críticamente a Solana y contradiciendo su estilo habitual, no argumenta mediante razonamientos: juzga la intención moral de Solana basándose en la impresión que le causó verle el infausto día del naufragio frente a las cámaras en actitud que califica de "arrogante": "Mirando a un palmo por encima de las cámaras". Mi enmienda al estupendo artículo de Bru de Sala es, pues, menor, y no afecta al fondo del artículo, que comparto, aunque tampoco se trata de una enmienda exenta de significación, como se verá. El alcalde de Banyoles, Joan Solana, es uno de los tipos más legales y honestos que conozco. Lo escribí en estas mismas páginas en mi crónica del naufragio: es uno de los mejores políticos gerundenses. No es justo que aparezca en estas páginas como un vulgar politicastro, una especie de chulo insensible a la muerte. No voy a elogiar gratuitamente a Joan Solana. De momento, se está defendiendo con gran dignidad. Atrapado en las pantanosas aguas de la responsabilidad política por un colosal e incomprensible accidente que supera, con creces, las posibilidades de control de un Ayuntamiento menor como el de Banyoles, dio la cara desde el primer instante. No se escabulló como han hecho políticos con mayor responsabilidad (tal el consejero de Turismo, que hábilmente, como diría el gran Puyal, s"ha escapolit de l"escomesa de la tragedia y del universal ridículo que proyecta sobre el turismo de masas catalán). Incluso un primer roce que tuvo con la juez estaba relacionado con su preocupación por asumir las responsabilidades del cargo: el día después de la tragedia, reflotado el catamarán, Solana decidió subirse a él, acompañado de unos expertos, para iniciar, sin dilación alguna, el expediente informativo, y al descubrirse, como él mismo suponía (y como sabían los expertos, entre ellos Bru de Sala), que el catamarán no podía haberse hundido por sobrepeso, sino por causa de una incomprensible manipulación o chapuza, informó de ello a los periodistas que en gran número (y con predominio de franceses), apostados frente al lago, esperaban una versión más creíble del accidente. Informar a los periodistas de algo que podía representar una mayor responsabilidad política y hacerlo, por demás, antes de que la juez tuviera de ello constancia, podía convertirle en el pararrayos casi único del problema. Así fue. Los políticos que el día antes visitaban el fúnebre lago ya habían desaparecido, sólo él continuaba -continúa- hablando, acercando la deprimente luz del caso a los taquígrafos periodísticos, indiferente a las repercusiones personales, indiferente a la erosión de su imagen (es calvo, seco, frailuno: nunca ha parecido importarle). Solana no estaba realizando, evidentemente, ninguna heroicidad. Eso es lo que esperamos, en un primer momento trágico, de un político: que dé la cara y cuente la verdad. Pero hemos visto tantos políticos haciéndose el tonto frente a sus responsabilidades que si es excesivo destacar a alguien que se comporta como debe, también lo es que los periodistas, por rutina crítica o por prejuicios visuales, mezclen a los que se hacen el tonto silbando a las nubes con los graves que no tienen teatro. Joan Solana no silbó melodías de disculpa buscando excusas entre los cadáveres de los ancianos ahogados: pidió perdón a los familiares de las víctimas frente a los micrófonos, frente a las cámaras y, lo que es más importante (ya que Bru de Sala le juzga la intención), frente a sí mismo, frente a su espejo moral, que es bastante sólido. Coincidí casualmente con él, una semana después del horrible accidente, en el flamante Teatre de Salt. Se representaba, en el contexto de Temporada alta (meses de intensa vida escénica en la conurbación de Girona), la obra Fuita, de Jordi Galceran. Se trata de una impecable comedia de enredo con trasfondo político, una obra fantásticamente interpretada por Laura Conejero y otros notables compañeros de reparto que pone una refinada carpintería teatral, con doble efecto sorpresa, al servicio de una burda ideología antipolítica. Partiendo casi literalmente del caso Roma -aquel joven consejero de Pujol que dimitió porque se descubrió que le habían regalado un chalet-, el autor se regodea en un humorismo de brocha gorda, casi de tradición franquista, presentando la política como una profesión de imbéciles chollistas. El protagonista es un chollista de tres al cuarto que malvende sus ideas vacías por un chalet con las puertas demasiado bajitas. El público (no el de Lina Morgan, sino un público de teatro más o menos culto) lo pasaba en grande con las ingeniosas aunque tópicas frases con que el personaje que interpreta Laura Conejero destrozaba al pobre politicastro del chalet y, a través de él, enviaba sin remisión al infierno de la idiotez a toda la llamada clase política. El autor, Galceran, es muy hábil buscando las risas, pero el choteo del público indicaba hasta qué punto ha arraigado la impresión de que todos los políticos son igualmente cortos de talla y anchos de bolsillo. Oyendo las risas, no pude por menos de sonrojarme pensando en la rápida desaparición de la nobleza pública. En 20 años, por culpa de unos imperdonables personajes que han dado nuevas razones a los viejos tópicos antidemocráticos, se han agotado las enormes reservas de dignidad moral acumuladas para la representación política en los años de la transición. No muy lejos de mi asiento, Joan Solana asistía a la burla teatral de la política impávido como una esfinge, con esta rígida severidad monacal que gasta (Bru de Sala ve arrogancia en su cara, yo leo timidez y fidelidad al propio carácter ensimismado, es decir: indiferencia por los usos y las poses de la política entendida como variante de las relaciones públicas). Sólo faltaba este chaparrón satírico -pensé observándolo-, agua satírica que se añade al agua trágica que le ha caído encima estos días (la responsabilidad de unas muertes sin sentido, el desorden administrativo, el fatal reventón de la rueda del descontrolado negocio turístico catalán). Después de la función estuvimos hablando. Lo conozco desde hace años. Es un tipo amable, pero impenetrable. Rígido frente al público, pero también frente a su espejo. Un calvinista de la política: austero hasta la médula, con una gran tensión moral que se refleja en el tono riguroso, racional, de su discurso: frente al público o en charla privada. Nuestra conversación se mantuvo durante toda una hora en los estrictos límites de la reflexión y nunca descendió a lo personal (si exceptuamos que para ambos -aunque no sé si esto puede entenderse, ya está completamente pasado de moda- la tensión moral forma parte de la vivencia personal). Dimitirá, me dijo, si después de aclarar todos los detalles del caso nadie, en su equipo municipal, que es de amplio consenso interpartidario, asume la responsabilidad. Días después lo confirmó en rueda de prensa. No creo que, en puridad democrática, pueda actuarse con más finura: pedir perdón desde el primer momento, aportar toda la luz posible a los medios, sin pensar en riesgos personales (incluso antes de que la juez la obtenga) y, finalmente, anunciar la posible dimisión. Estuvimos hablando de ella. Yo se la recomiendo. Para dar la foto que de alguna manera el caso demanda. El espectáculo de la política occidental, desde la caída de Nixon, exige que de vez en cuando se produzca la catarsis de un guillotinazo público para dar reposo momentáneo a la sed de respuestas auténticas que la política no puede satisfacer realmente. El caos de la vida no lo aclara la política. La política sirve, dada la ruina contemporánea de los templos, para ayudar a crear la ficción de un orden, la liturgia de un orden. El caos del turismo catalán ha explotado en un desastre y necesita ahora un chivo expiatorio. No servirá el desastre para reordenar, a lo mejor para maquillarse un poco. La víctima política, en cambio, sí cumplirá su función litúrgica. Joan Solana es un chivo perfecto: un hombre que ha modernizado una población sin necesitar aditamentos folclóricos, sin grasa populista ni sonrisas mediáticas, es una víctima propicia porque caerá sin aspavientos. Fiel a sí mismo, a su compromiso intelectual y moral, entró en la política local sin dejar sus clases de literatura en el instituto y restará en sus clases con la seguridad no sólo del deber cumplido, sino de haber contribuido a desguazar con su dimisión, si finalmente se produce, los detritus del caos. Habiendo dimitido Solana, las aguas del lago volverán a ser seguras, el turismo catalán volverá a ser nuestra mayor industria y aquí paz y después gloria.

Antoni Puigverd es escritor.

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