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La restauración de Juan Pablo IIJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Se cumplen 20 años de la elección del cardenal Wojtyla como Papa y la primera impresión es que a los pontífices les ocurre como a los políticos y a los toreros: les resulta muy difícil retirarse a tiempo. Hace ya años que el mandato del Papa está amortizado. En realidad, el mandato de Juan Pablo II tiene dos partes bien diferenciadas: la primera gira en torno a su contribución a la caída de los regímenes comunistas del Este europeo; en la segunda, el declive de Juan Pablo II va parejo a la crisis de una Iglesia que da síntomas de desfase. La pregunta es: ¿cuál es el futuro de la Iglesia después de este largo papado con tan poca sintonía con su época? Juan Pablo II es el autor de una gran restauración, con todos los elementos de una contrarreforma. Una restauración que empieza por la propia figura de Dios. Los años de cierta libertad teológica, en torno a la figura de Juan XXIII, habían quitado rigidez a la idea de Dios. Eran muchos los cristianos que veían en la noción colectiva de cuerpo místico, el lugar de expresión de la reconciliación trascendental. Si el horizonte teológico se abría, naturalmente, la liturgia se relajaba y la moral cotidiana se liberalizaba. Un Dios despojado de autoritarismos, despersonalizado pero más al alcance de los hombres, hasta el punto de confundirlo con el amor, era la adaptación del catolicismo al mundo de los años sesenta en el que todo parecía posible, en el que aún se creía en el happy end. El cardenal Montini era demasiado académico, demasiado dubitativo, demasiado intelectual para dirigir el retorno al orden que los poderes eclesiásticos exigían. Hacía falta un cruzado. Y encontraron a este polaco intransigente, a este católico antiguo, forjado en un país que, secuestrado por el comunismo soviético, había visto bloqueado su acceso a la modernidad. Y Juan Pablo II empezó por reinventarse a Dios. Si Juan XXIII había desplazado el eje del equilibrio trinitario hacia el Espíritu Santo, la más espiritual y la menos antropomórfica de las personas, Juan Pablo II volvió la hegemonía al Padre. El Padre autoritario intransigente en la disciplina moral, que castiga a los malos y perdona a los buenos. La Iglesia restauraba la estructura fálica del poder, en el momento en que socialmente ésta estaba siendo más contestada. Dios volvía a tener barba y ceño fruncido. El pecado volvía ser la pieza angular del discurso moral católico. La restauración siguió por lo moral y por lo institucional. En lo institucional ha sido tiempo control autoritario, en el que han abundado las sanciones y censuras a los teólogos discrepantes y en el que los márgenes de tolerancia han sido muy estrechos. Como resultado del despotismo papal, la Iglesia llega al final de su mandato más burocratizada y más gris que nunca. Juan Pablo II volvió a predicar, sin excesiva fortuna, una lista cerrada de deberes y obligaciones de los católicos. Con la idea probablemente equivocada de que la manera de retener a los fieles era establecer una definición muy precisa de lo que está bien y de lo que está mal. Una lista en abierta contradicción con los cambios que en materia de moral y costumbres estaban desarrollando las sociedades avanzadas. El resultado ha sido la pérdida de autoridad moral de la Iglesia. Nunca como ahora los países del mundo de tradición católica habían operado tan al margen de las exigencias eclesiásticas. Juan Pablo II ha perdido todas las batallas en las que se ha enzarzado: del divorcio al aborto, de las parejas de hecho a la liberalización del sexo. Se ha hablado mucho de las habilidades mediáticas del Papa. Se ha señalado cierta contradicción entre un Papa tan antiguo y un uso tan calculado de los medios de comunicación de masas. Y, sin embargo, como en todo lo mediático, el impacto del Papa es fugaz, el momento del acontecimiento, y después apenas queda huella. ¿Qué ha quedado, para hablar sólo de lo próximo, de las visitas de Juan Pablo II a España? Constatado su fracaso en las sociedades posindustriales, el Papa centró sus objetivos de ampliación de mercados en el Tercer Mundo y en los países del Este. A juzgar por las enormes dificultades que la Iglesia encuentra para reclutar vocaciones sacerdotales, la huella que el paso del Pontífice ha dejado, en forma de concentraciones de masas, no parece haber sido muy consistente. La Iglesia llega al final de este papado con un verdadero problema de cuadros con los que mantener su presencia en el mundo. Vacío que han aprovechado para reforzar su poder entidades que cultivaron la militancia seglar, como el Opus Dei. Los que creían que el aggiornamento de Juan XXIII ponía a la Iglesia en liquidación, porque la gente lo que espera de la religión es seguridad y un ligero cosquilleo en las fibras atávicas, quizá se hayan equivocado. O quizá el papel de una Iglesia como la de Juan Pablo II, pensada para un mundo mucho más homogéneo y cerrado que el actual, esté irremisiblemente a la baja. Las Iglesias tienen que demostrar siempre cierto desfase con su tiempo, un aire de atemporalidad es necesario para mantener las ilusiones de eternidad. Pero cuando el desfase se convierte en alejamiento se pierde clientela, autoridad e influencia. Juan Pablo II creyó que saciando de respuestas a los ciudadanos conseguiría su acatamiento: que se trataba de poner precio a la salvación, que la gente quería saber qué hay que hacer para ganar la vida eterna. Y, sin embargo, parece que se ha equivocado de apreciación. Los ciudadanos de las sociedades avanzadas están más preocupados por sus expectativas en este mundo que en el otro. Los poderes eclesiásticos temían que por la vía de Juan XXIII la Iglesia se desdibujara en un misticismo atrápalo todo. Juan Pablo II vino con la intención de reforzar la catolicidad de la Iglesia, por tanto con una concepción teocrática e imperialista de la Iglesia, única y verdadera. La deja más cerca de ser una secta grande que una Iglesia de amplio espectro. Quizá éste sea el sitio que corresponde a la Iglesia en las sociedades plurales modernas. Y si es así poco podrá hacer para evitarlo el sucesor de Juan Pablo II. Los intentos de apostar por el retorno a los signos de identidad más genuinos acostumbran expresar pérdida de posición y poder real. Probablemente, éste sea el destino del mandato de Juan Pablo II: el Papa que acantonó a la Iglesia en el inmovilismo como forma de sobrevivir en un mundo que hace tiempo que está dejando de seguirla. Si Juan XXIII fue el Papa del ecumenismo, del respeto a todas las creencias, Juan Pablo II, queriendo restaurar la catolicidad, deja a la Iglesia católica como lo que se negó a ser siempre, una Iglesia más.

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