Un deporte de color salmón
Es una evidencia que el fútbol europeo vive una época agitada. Ciertos escenarios que algunos analistas situaban en algún punto bien entrado el próximo siglo son materia de discusión ahora mismo. Es el caso de la denominada Liga Europea, es el caso del cambio de domicilio de los clubes, de la fusión de algunas Ligas nacionales, de la entrada de los clubes en los mercados bursátiles, de la compra de equipos por grupos multimedia, de un espectáculo centenario convertido en puro negocio. Todo ello es efecto de la sentencia Bosman, que terminó con la ambigüedad jurídica en la que se asentaba una actividad que, por entonces (y sólo han transcurrido casi tres años desde el 15 de diciembre de 1995) se discutía si era negocio o era deporte, si debía estar en manos de ejecutivos a pleno rendimiento o ser un divertimento para llenar los ratos de ocio de los grandes hombres de empresa, si podía servir como inversión o debía quedarse en el puro mecenazgo. La sentencia Bosman modificó casi 100 años de historia al declarar al futbolista como un trabajador y al club como una empresa.Desde ese momento se disparó la fantasía de los analistas y se despertó la voracidad de los financieros. Y no es lo mismo: unos, quizás, vislumbraban un fútbol fantástico y otros, a lo mejor, sólo un negocio grandioso. La legislación europea sentenciaba que existía un mercado con todas sus consecuencias y nadie, ni siquiera algunos ministros europeos, consiguieron detener el fenómeno. La opción de declarar el fútbol como una excepción cultural fracasó. El fútbol tomó conciencia desde entonces de la riqueza que podía generar. Y todas las iniciativas que están saliendo a la luz no tienen otra interpretación que las tensiones propias del mercado de capitales. Se busca el beneficio. El mayor posible. La gloria queda al margen: sólo interesa si produce dividendos. La dialéctica ha cambiado de golpe: se habla de presupuestos y no de títulos; por eso el Manchester United es el primer equipo del mundo, porque es el número uno en facturación. Cambiarán las reglas del juego también; se modificarán aquellas normas (¿por qué tres sustituciones por partido y no libertad total?) que faciliten la salud del negocio.
Ha bastado que un grupo empresarial, Media Partners, pusiera sobre la mesa un proyecto para crear una Liga Europea exclusiva y mostrara sin pudor cómo se repartiría cada invitado miles de millones de pesetas, para acelerar los acontecimientos. La superliga Europea (el término Liga ha quedado obsoleto) es un hecho.
La cuestión, sin embargo, radica en si el fútbol como negocio necesita de tutela, porque la UEFA sufre una evidente debilidad para controlar el espectáculo. Si no hay control, si impera la consecución del beneficio, el propio mercado terminará por romper toda la estructura conocida hasta ahora. Los ejecutivos hablan con seguridad aplastante y se suceden sesudos informes de firmas auditoras y expertos financieros: ¿qué importan los 80.000 aficionados que van a un estadio ante el dinero que generan los ocho millones de clientes que ven el mismo partido por televisión?, ¿por qué respetar la voz de un socio y no la demanda de 100 teleespectadores si ésa es la proporción entre los que van al partido y los que ven el encuentro? ¿No será la televisión el mejor utensilio para desterrar los movimientos de masas tan incómodos que generaba el fútbol en Europa? Es más rentable el ocio que la pasión. El fútbol llega a las páginas color salmón: goles por dividendos.
Y la pregunta es obvia: ¿qué clase de fútbol veremos dentro de diez años? ¿cuál de las múltiples competiciones deberemos seguir con el interés que nos ha movido hasta ahora? ¿quiénes formarán a los futuros talentos? El fútbol-negocio no ha reflexionado aún sobre estos menesteres. Sólo hay prisa por multiplicar la facturación.
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