La jubilación de Zaplana
JULIO A. MÁÑEZ Todos los políticos cometen tropelías en vísperas electorales, lo que no quiere decir que después dejen de cometerlas, ya sea desde el poder recién obtenido o desde los escaños de la oposición, bien porque les viene en gana, bien porque dios los adornó de esa clase de virtudes, o tal vez debido a que les resulta muy difícil dedicarse a algo de provecho. Me refiero, desde luego, a los políticos profesionales, más exactamente a los que siempre han sido profesionales de la política, a quienes viene a ocurrirles como a esos otros que iban para artistas y -temible dictado del tiempo- vieron perder en el camino sus facultades creativas en favor del ejercicio de un oficio cansino al que terminan por acomodarse ensalzando una rutina de menor utilidad social que la del barrendero. Dentro de esa norma general hay excepciones, o, mejor dicho, cada especimen de político profesional constituye una excepción en sí mismo, ya que dedicándose exactamente a las mismas patrañas que la mayoría de sus colegas siempre acierta -de ahí su alto perfil de profesionalidad- a la hora de adornar la faena con su repertorio de aportaciones propias. Del señor Zaplana, por ejemplo, nuestro divertido presidente, no puede esperarse más que zaplanadas, y por ello vamos tan bien servidos de ellas. Unas son terribles, dotadas de un alto poder depredador, mientras que otras son grotescas y trufadas del halo de lo incomprensible y las de más allá resultan sencillamente ridículas. El conjunto de sus intervenciones, cualquiera que sea el sentido que se otorgue al término, carecen de categoría para hacerse acreedoras a etiquetas de tanto prestigio como encantador de serpientes o vendedor de humo, con las que demasiado a menudo le distinguen los políticos de la oposición. Tomemos el caso de Catarroja, donde el buen señor acudió a soliviantar a un puñado de ancianos a cuenta del medicamentazo, prometiendo bajo palabra de honor que se encargaría poco menos que de acudir personalmente a la farmacia para facilitar a los jubilados aquellos medicamentos excluidos de la Seguridad Social. Como es obvio, más que de otra temeridad política en manos de un aficionado a coleccionarlas se trata de un acto de irresponsabilidad que entra de lleno en el terreno de la conducta miserable, más allá del beneficio que este profesional espera lograr a cambio de esa política. Ya sabíamos que el oficio de político incluye la predisposición a manejar el arte de aprovecharse de las necesidades ajenas en beneficio propio, pero dentro de esa convención genérica existen límites, diría que de catadura personal, que no puede saltarse nadie a la torera en el ejercicio de no importa qué profesión, y con mayor razón cuando esa muestra de alegre cantamañismo es manifestada por quien ha sido elegido por los valencianos como nuestro representante. Habrá que concluir que hay personajes sin remedio, por más citas apresuradas de Kennedy que le echen al asunto. Y esperar con ansiedad el momento de la campaña electoral en que Zaplana se comprometa personalmente a emplear a los parados, sacar del pico a los colgados, encararse con los tipos que acuchillan a su esposa o compartir su sueldo con ese 25% de valencianos que vive por debajo del umbral de la pobreza. Este hombre tiene madera de líder. Y es un creyente que nos toma por crédulos.
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