La mala pata de Guillermo Gutiérrez
Su barba, ahora cuidada y cana, revela su pasado de progre. Guillermo Gutiérrez es de esos personajes que no aparentan que les molesta la corbata, como si quisiera dejar claro que el terno que viste no es sino un uniforme impuesto por el cargo, por muy duraderos que sean los cargos y por muy pegado a la piel que tenga ya el severo terno de político. Para convertirse en el retrato-robot del dirigente socialista andaluz, a este hombre sólo le faltaría ser maestro, la profesión más frecuente entre los notables del PSOE. Pero, quitando la profesión -es aparejador y piloto de aviones-, Guillermo Gutiérrez tiene todo lo demás: una edad cercana a los cincuenta años, milita en el PSOE desde el final del franquismo y ha repetido escaño en el Parlamento de Andalucía. El año que viene, Guillermo Gutiérrez cumplirá diez trienios de antigüedad en su partido, pero, a pesar de su veteranía, su carrera política ha tenido siempre como límites los de Sevilla, la ciudad en la que nació, en la que vive y en la que tiene su respaldo político. Llegó al primer Ayuntamiento democrático desde las asociaciones de vecinos y fue teniente de alcalde hasta 1987. Dentro de ese inmenso patio de recreo que parece ser la política socialista andaluza, a nadie le cabe duda de cuál es la pandilla de Guillermo Gutiérrez. Él es un hombre del poderoso José Caballos, del que ha sido portavoz adjunto en el Parlamento andaluz. Sin embargo, su presencia en el Gobierno de la Junta no puede atribuirse al delicado juego de equilibrios del PSOE. Su caso es más sencillo. Él es un ejemplo de cómo el azar termina imponiendo sus leyes. Con tanto tiempo en la política, este hombre jamás había tenido un puesto de relumbrón. Hace dos años, cuando Manuel Chaves había decidido ya la formación de su último Gobierno, Guillermo Gutiérrez se vio beneficiado por lo que podríamos llamar el síndrome de la vedette coja. Al igual que la vicetiple que accede el estrellato la noche en que la primera vedette tropieza y se parte una pierna, Guillermo Gutiérrez alcanzó a ser consejero de Trabajo e Industria porque a Chaves le falló su candidato pocas horas antes de tener que hacer pública la lista del Gobierno.Parece que la historia del teatro de variedades está llena de estrellas que son producto del síndrome de la vedette coja, pero hay que reconocer que, en principio, las prisas nunca son buenas. Desde que llegó al Gobierno andaluz, Guillermo Gutiérrez se ha revelado como un hombre propenso a los accidentes patosos, a pisar todos los charcos. Tuvo la mala suerte de llegar a esta consejería después de que por ella pasara el hiperactivo Gaspar Zarrías, que logró enderezar, con cierta espectacularidad, la serie de crisis que se le fueron presentando en varias industrias de importancia. Guillermo Gutiérrez fue recibido con bronca por sus correligionarios de Málaga cuando una indiscreción suya estuvo a punto de echar a perder una importante inversión de Motorola en el Parque Tecnológico, proyecto que -hay que decirlo- fracasó él solito sin que ni siquiera tuviera que intervenir el consejero. En aquel primer tropiezo siempre se podía echar la culpa al tradicional irredentismo malagueño que se hubiera aliado contra un indefenso consejero perteneciente a la tribu de Caballos. Meses después, cuando la balsa de la mina de Bolidén se desbordó amenazando con acabar con el coto de Doñana, resultaba más difícil encontrar causas políticas que atenuaran las responsabilidades. Ahí, Guillermo Gutiérrez tuvo la suerte de encontrarse con unos inesperados parapetos que lo protegieron. La Junta y el Gobierno central se liaron a echarse las culpas y el consejero de Medio Ambiente inició un abrupto rosario de declaraciones. Lo de Doñana se terminó convirtiendo en un circo de tres pistas: había espectáculo al gusto de todos y las posibles responsabilidades de Guillermo Gutiérrez pasaron casi desapercibidas. Hasta hace un par de meses, los accidentes políticos de Guillermo Gutiérrez se habían producido sólo en su calidad de Consejero de Industria. Su otra mitad, la de consejero de Trabajo, estaba intacta. Pero ha bastado que a finales del verano Manuel Chaves lanzara la iniciativa de la semana de 35 horas de trabajo para que también la otra mitad comenzara a dar trompicones. En poco más de una semana, el consejero provocó una insólita cadena de malentendidos dando a entender que la Junta se echaba atrás, lo que ha servido, finalmente, para que el Gobierno se lanzara incluso con más bríos de los previstos a respaldar el proyecto. Ha actuado con tal soltura este consejero, tan por su cuenta y sin ceñirse al camino que iba marcando Chaves, que parecía un político independiente, de esos que a veces se cuelan en los Gobiernos y que tan nerviosos ponen a sus colegas más disciplinados. Pero no es probable que lo de Guillermo Gutiérrez fueran ganas de hacerse notar y de ostentar autonomía política. Una conducta así resultaría muy rara en un veterano militante socialista que está a punto de atesorar ya diez trienios. Lo de Guillermo Gutiérrez parece más bien simple mala pata. El síndrome de la vedette coja no sólo provoca aciertos. Las prisas nunca son buenas.
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