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Los aledaños virtuales

La huelga de usuarios de Internet, las futuras acciones previstas contra las tarifas de Telefónica, y la noticia de que dos personas de mi entorno han quedado atrapadas por sendos amores entre las mallas de red, me han inducido a reconsiderar la frialdad del ciberespacio, aquella ola gélida que -según sermoneaban los agoreros cuando Internet aún se llamaba la "autopista de la información"- nos iba a dejar los dedos como témpanos y la sangre granizada tan pronto como tocáramos la primera tecla de la virtualidad. Acciones de protesta y emociones reales eran cosas que se hubieran dicho excluidas para los cibernautas, esos futuros afectados por el nuevo tipo de autismo que iba a producir un virus informático mucho más pernicioso que los hasta entonces conocidos. Por otra parte, Internet, cuya aparición provocó quizá varios de los debates fundamentales de los últimos 15 años y que puso en tela de juicio los conceptos de frontera, censura, intimidad, etc, fuera de la prensa especializada desprendía un vaho que no sólo era frío, sino, sobre todo, enormemente perverso. La pornografía infantil, el pirateo informático y los temas escabrosos eran prácticamente los únicos contenidos que saltaban a los medios de comunicación. Otras posibilidades que ofrece la red, como la de seguir una novena, eran obviamente menos noticiables. Ahora, con dos millones de enganchados en España que han conseguido hacer familiar su jerga, parece que se comienzan a apaciguar la pedantería cibernética y los temores de contaminación que acompañaron a la red desde antes de su nacimiento. La frialdad del medio no expone al usuario a temperaturas polares; una cosa es el plato y otra la comida que en él se sirve. Y otra aún, la "cena de sobaquillo" que, en el apartado de Gastronomía del sitio web de un Ayuntamiento de nuestra Comunidad, se expone como único rasgo local en la materia. Imaginar a unos paisanos con su bocadillo envuelto en papel de plata bajo el sobaco aplaca cualquier furor futurista. Yo tropecé con la cena de sobaquillo cuando me extravié mientras buscaba las imágenes de Marte que enviaba aquel robot tan famoso. Por cierto, que los científicos que lo dirigían bautizaron a las piedras del lugar donde fue a caer con nombres cotidianos de muebles y enseres. En una curiosa combinación, los primeros nombres puestos a pequeños elementos extraterrestres tenían como referente el mundo doméstico y el espacio íntimo. De alguna manera, aunque sea metafórica, el tresillo y la mesa camilla se instalaban en los desolados campos de Marte con toda naturalidad. Pero, por un curioso capricho alfabético, en el listado de entradas que el buscador ofrecía, junto a la de nuestro pueblo y a la del robot aparecía un catálogo de sementales bovinos de diversas razas cuyo esperma se ofrecía, es de suponer que congelado, para mejorar la producción de las ganaderías. La descripción de las virtudes del semental, así como los términos del contrato, venían en inglés; el precio de la simiente, en dólares. En posibilidades como la de husmear en el bocadillo de nuestros vecinos cuando uno se propone adentrarse en Marte, se cimienta buena parte de la grandeza de la red. Pero el inglés como idioma casi exclusivo para operar explica uno de sus fracasos, el comercial, fuera de los Estados Unidos y de las zonas más influenciadas por ellos. El catálogo descomunal de venta a distancia que da soporte a Internet tiene aún pocos compradores por aquí. Quienes han montado imaginativos negocios confiando en la gélida revolución que se anunciaba se quejan, y con razón. Aquí parece ser que se entra en las tiendas virtuales y se examinan los objetos expuestos, pero que, a la hora de la verdad, es raro que se teclee el número de la tarjeta de crédito. A punto de que la calderilla del euro se nos mezcle con la de nuestras pesetas en los bolsillos, se diría que se ha acrecentado el secular afecto que sentimos por nuestra humilde moneda. Pero es cierto que cuando uno se trae de casa el bocadillo no es sólo por ahorro sino también por desconfianza en el género que se expande en los bares. A la hora de comprar, a muy pocos años del regateo como sistema, se quiere palpar el producto, martirizar al vendedor con dudas e indecisiones y pasar un rato de cálida cháchara, antes quizá de que los virtuales rigores del ciberespacio nos dejen afónicos y paralizados delante del ordenador.

Enric Benavent es escritor.

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