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El otoño de Canal 9

JULIO A. MÁÑEZ No resulta imprescindible comparar a Canal 9 con otras cadenas autonómicas para percibir el grado de miseria al que ha llegado, en medio de un conjunto de despropósitos que, incapaz de ganar en audiencia, debe conformarse con la obstinación de permanecer a la cabeza de la programación estrafalaria. El asunto viene de lejos, como es natural, y ya en la temprana sustitución de María García Lliberós por el más despabilado Amadeu Fabregat pudo verse el indicio cierto de lo que nos esperaba. Esa expectativa se ha sobrepasado con creces, hasta el punto de que la caída de los índices de audiencia a causa de la predilección de nuestra cadena televisiva por la basura no reciclable convierte en broma irrelevante aquella afirmación de Amadeu en el sentido de que una televisión pública es la que ve el público. Pues bien, ahora ni siquiera esa tontería es cierta, de modo que habrá que buscar otra ocurrencia que justifique el desfase entre inversión presupuestaria y utilidad pública, aún entendida esta última en la estela de la rica casuística fabregatiana. Es cierto que la proliferación de cadenas televisivas autonómicas constituye uno de los más dañinos efectos indeseados en la configuración del diseño de nuestro Estado de las autonomías. Como sucede con otras actividades, incluida la cada vez más potente industria del ocio, el ciudadano de una comunidad que no dispone todavía de las transferencias tributarias se ve prácticamente forzado a subvencionar el mismo producto por tres veces. En el caso de las artes escénicas de producción pública, o del cine subvencionado, el espectador financia la producción a través de la partida correspondiente en los presupuestos generales del Estado, también de los autonómicos, y finalmente mediante su adquisición de una entrada en taquilla para ver el producto por un precio que en ocasiones ha abonado antes sobradamente. Algo parecido ocurre con las televisiones de titularidad pública, cuya ruinosa gestión financiera escapa a la situación de quiebra técnica gracias a las partidas extraordinarias de los presupuestos estatales y autonómicos. Menos meridiana es la rentabilidad política de un dispendio que alcanza en las televisiones públicas esa magnitud de cifras que ninguna empresa privada estaría en condiciones de sostener. Aún aceptando como natural la voluntad política de los gobernantes de utilizar las distintas televisiones públicas en su beneficio y al coste que sea, inclinación frente a la que están más protegidos algunos países de nuestro entorno, no cabe descartar así como así que lo que se llama el público acabe por desertar de esas parrillas de programación que interrumpen los espacios basureros para colar remedos de informativos a la mayor gloria del jefe. No se trata de apelar tanto a un improbable sentimiento de vergüenza como a la sensatez que supondría el propósito de ofrecer al ciudadano una programación equilibrada. Que el otoño de Canal 9 prefiere no considerar siquiera una posibilidad semejante lo muestra bien a las claras la programación que nos preparan para la temporada invernal. Más de lo mismo y a manos de los clónicos de siempre, con las mismas convulsiones en los altos cargos directivos de todas las vísperas electorales, la misma plasta, idéntica fatiga, análogo aburrimiento, qué historia.

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