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Régimen de visitas

Juan José Millás

Todos los matrimonios, cuando están a punto de separarse, se meten en un lío para hacer las cosas más difíciles: tienen un hijo, adoptan una hipoteca, fundan una ONG o emprenden una obra en la cocina. Mi mujer y yo nos compramos un perro.No sabíamos que estábamos tan mal, pero lo cierto es que, una vez que se pasó la novedad del bicho, estalló la crisis en toda su crudeza y decidimos romper.

Como somos personas cultas, hicimos las cosas del modo más civilizado posible y no discutimos por los discos, ni por los libros, ni por los muebles, ni siquiera por el piso, que le cedí tras una breve negociación económica. Cuando alguna cosa nos gustaba mucho a los dos, la sorteábamos.

El problema fue al llegar al perro. Yo había pensado que estaría mejor conmigo, pues me había ocupado siempre de darle de comer y de sacarle de paseo. Soy muy metódico y había incorporado las necesidades del animal como propias.

Mi ex mujer, teniendo otras virtudes, es desordenada e incapaz de someterse a una disciplina. Se lo dije de buenas formas.

-Mira, un perro es un ser vivo, con necesidades físicas y de afecto. Tú pasas mucho tiempo fuera de casa y cuando llegas estás agotada. Desde que lo tenemos, no lo has sacado a pasear un solo día.

-Porque tú eres un acaparador y crees que nadie hace bien las cosas, pero fíjate qué mal lo has educado. Tiene que dormir con la luz encendida y se hace las cosas donde quiere.

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La discusión fue subiendo de tono en presencia del perro, que nos miraba con preocupación rascándose la oreja en una suerte de tic nervioso que padece en situaciones de estrés.

-Mira, ya has conseguido que se ponga mal -gritó mi mujer.

Finalmente, para no estropear el clima civilizado que habíamos conseguido crear hasta el momento, acepté que viviera con ella, pero negocié un régimen de visitas muy severo. Tendría derecho a verle todos los jueves por la tarde, y pasaría los fines de semana en mi casa hasta la noche del domingo. Durante el verano estaría un mes con ella y otro conmigo.

Al poco de marcharme de casa pasé un día por debajo de la de mi mujer y vi desde la calle al pobre animal atrapado en el balcón, que tiene unas medidas testimoniales. Esperé en el portal hasta que llegó ella y tuvimos unas palabras delante del portero, que, aunque no dijo nada, se notó que estaba de mi lado.

-¿Para esto querías tú quedarte con el animal? ¿Para encerrarlo en el balcón todo el santo día?

-¿Y qué quieres que haga? -respondió-. No tengo tiempo para pasearlo, y no querrás que se haga sus cosas encima del sofá. Si lo hubieras educado mejor, no sucedería todo esto.

Me rompía el alma ver al perro en esas condiciones, así que, en lugar de discutir, entré al día siguiente en el piso mientras mi ex mujer estaba fuera (había conservado una llave), lo rapté y me fui a vivir con él a un pueblo de las afueras, donde tiene un jardín para correr y un grupo de amigos de su edad, algunos incluso de su raza, con los que procuro que juegue todas las tardes cuando regreso del trabajo.

Está creciendo fuerte y feliz, pero se asusta cuando oye el timbre de la puerta, como si tuviera miedo de que mi ex mujer volviera a por él, aunque le he dicho mil veces que ni siquiera sabe dónde estamos.

Hace poco, sin embargo, me llamó por teléfono; no sé de dónde habría sacado el número, pues di orden de que no me incluyeran en la guía, y me reprochó que no hubiera vuelto a visitar al perro.

-Creo que te necesita -añadió-. Ha cambiado de carácter.

-Pero si está conmigo -dije desconcertado.

Entonces escuché a través del teléfono el ladrido inconfundible de nuestro perro y pensé que era ella, imitando su voz: es un poco ventrílocua. Pero no me he atrevido a confirmarlo.

Lo peor es que le he cogido aversión al animal. Ya no puedo estar seguro de que sea realmente el mío, aunque quizá tampoco yo sea yo. Pero entonces, me pregunto, ¿por qué no telefoneó a otro para gastarle esa broma macabra?

La llamaría para preguntárselo, pero quizá ella ya no sea ella tampoco. Todo es muy confuso.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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