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Derecho al pecado y contención como virtud

A comienzos del siglo XIX, la casa real inglesa se vio envuelta en un conflicto de infidelidades matrimoniales que nos puede servir hoy para explicar los sentimientos de los pueblos respecto del matrimonio, la familia y sus valores. El futuro rey Jorge IV estaba casado con una princesa alemana, Carolina de Brunswick, con la que mantenía una distante relación y de la que pretendía divorciarse. Ella se oponía al divorcio y contaba con la alianza de la opinión pública inglesa, entre la que circulaba, con el apoyo de los amigos de la princesa, cierta información confidencial sobre la conducta sexual del príncipe, que no dejaba en buen lugar la reputación del futuro rey, dado que aparecía como un esposo infiel, un hombre descuidado con su esposa y su familia. El tema saltó a la prensa y, de ese modo, el debate conyugal se produjo ante la mirada interesada de la opinión pública inglesa, que tomó partido por la que se presentaba a sus ojos como una mujer ultrajada por la conducta sexual de su marido. Se sabía que la princesa no era precisamente una mujer de virtud probada, sino que llevaba una vida amorosa bastante libre, lo que, por otra parte, era habitual entre las clases nobles inglesas. Pero la mala reputación del príncipe fue la que prevaleció y los ingleses comenzaron a ver con reservas al futuro Rey. Éste, obligado a congraciarse con sus súbditos al hacerse cargo de la corona en 1920, tuvo que renunciar a sus proyectos de divorcio y presentar una imagen matrimonial convincente con su esposa Carolina como reina. Ninguno de los antepasados del Rey había estado en el punto de mira de sus súbditos como este aspirante al trono inglés, ninguno antes había sido públicamente juzgado por su conducta sexual, ni sufrido las presiones de su pueblo para que enmendase su conducta familiar. Pero ahora, con la mediación de la prensa, un asunto privado era públicamente tratado y adquiría dimensiones de escándalo político: "De todas las cuestiones que he conocido", afirmaba un contemporáneo, "no conozco otra que enardezca de esa forma los sentimientos populares. Ha echado raíces en el seno de la nación, entrando en todos y cada uno de los hogares del reino". En la actualidad, un presidente del país americano, que los ingleses poblaron y al que hicieron participe de sus valores morales, se ve del mismo modo enjuiciado por la prensa y la opinión pública, que puede censurarle su conducta sexual por lo que tiene de deslealtad al matrimonio y a su esposa. En este caso se trata de un juicio político al presidente y no de una cuestión de orden moral, pues la infidelidad no es el delito sino la causa o el prolegómeno del único asunto penal, el juramento en falso que pesa sobre el presidente. Sin embargo, no es baladí el que ambas cuestiones, una privada, los asuntos amorosos de un hombre casado, y otra política, la acusación de perjurio que pesa sobre el presidente, vengan de la mano y hayan sido así traídas a la plaza pública por voluntad del Congreso americano. Se puede sospechar que, para los republicanos y para aquellos que apoyan sus medidas, se trata no tanto de demostrar ante la opinión pública, la posible conducta delictiva del presidente, como de darlo a conocer en asuntos íntimos que se saben moralmente controvertidos. Del mismo modo, el valor acordado por el presidente a la moral familiar explica que un político como Clinton, con todas sus habilidades, no haya sabido sortear con éxito las cuestiones que afectan a su conducta privada. La pregunta que algunos nos hacemos es por qué cuando fue preguntado sobre sus relaciones extraconyugales, Clinton no se negó a declarar aduciendo el derecho a no pronunciarse en su contra o el derecho a la intimidad, precisando que se trataba de un asunto particular entre él y su esposa. Como ha escrito Javier Valenzuela en EL PAÍS, decidió usar sus dotes de actor y comunicador de masas, ponerse ante las cámaras y mentir al pueblo americano. Sencillamente fue porque el presidente optó por la estrategia de salvar su imagen de hombre de valores religiosos y familiares ocultando todo aquello que los contradijera y enturbiara esta imagen. La misma estrategia que se manifiesta ahora cuando, descubiertas sus intimidades, reconoce sus faltas, muestra su arrepentimiento y pide públicamente perdón. La sorpresa, sin embargo, ha venido del lado de la opinión pública americana a la que los escándalos sexuales de un presidente y un esposo particular parecen importarle menos de lo que creyeron tanto Clinton como sus acusadores. Por lo que dicen las encuestas, la gente piensa que se trata de un asunto que desprestigia al presidente, pero que, en todo caso, afecta a su esfera particular y que las mentiras de un seductor no son motivo suficiente para la censura política que se pretende. Así, los americanos muestran dudas sobre la pertinencia de que el fiscal Starr haya entrado en estos asuntos, renunciando a todo pudor, y si, como dice, ello era necesario para la investigación, no están tan seguros de que ahora esté políticamente justificado el poner en público lo que pertenece a la intimidad de los cuerpos y de las conciencias. Según esta opiniones, de la que participan muchas de las mujeres que apoyaron a Clinton, es a la señora Clinton a quien corresponde juzgar a su marido y dar continuidad o no a su contrato sentimental. A las mujeres que se dicen seducidas les es dado juzgar la calidad de amante para admitirle o rechazarle y, en todo caso, denunciar la violencia en la seducción, si la hubo. Esto se les debe a las mujeres, pero nada más. En fin, lo que este caso demuestra es que, en lo que se refiere al "orden" y a la "libertad" de costumbres, las cosas no son del mismo modo para todas las gentes que forman la plaza pública planetaria. Así, no son comparables el presidente Clinton, amante vergonzante y pecador arrepentido, con el fallecido Mitterrand, adultero confeso, y, si se me apura, yo diría que visto como un hombre "libre" por los que fueron sus administrados e incluso sus enemigos políticos. El señor Chirac ha sido especialmente claro en su apoyo a Clinton, como corresponde al presidente de un país cuya prensa de prestigio ha tronado contra las actitudes inquisitoriales del Congreso americano. Otros mandatarios europeos como Blair, Kohl o Havel han expresado su mismo talante. Este último se negó a hacer comentarios cuando fue preguntado por el caso Lewinsky y dijo "No me gusta hablar de cosas que no entiendo y ese asunto es una de las cosas de América que no entiendo". La presidencia española no se ha manifestado, que yo sepa, quizás porque esta sea la postura que cuadra al líder de un partido que en sus campañas electorales ha mostrado la misma tendencia que la presidencia americana a las imágenes privadas, a las fotos de familia que, en nuestra opinión, no dejan de ser inadecuadas cuando de política se trata. Isabel Morant Deusa es profesora de Historia de la Universidad de Valencia.

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