Chatarreros
Después de intentarlo con una formidable dedicación, los entrenadores italianos han conseguido el objetivo soñado: al fín, el calcio se ha convertido en pura chatarra. Nadie puede discutirles la propiedad intelectual de tan notable hallazgo; a la vista de la primera exhibición del Inter en la Liga de Campeones, los monaguillos del catenaccio, dirigidos por el licenciado Simoni, han hurgado en la red de vertederos urbanos y se han ganado a pulso el título de quincalleros.El proceso merece reflexión aparte. Cuando los británicos se afanaban en hacer autocrítica y accedían a revisar todos los arcaismos de su fútbol, cuando el grueso de la Premier League se sumaba al Liverpool y tomaba la decisión de cambiar el pelotazo por el toque, ellos, con el noble entusiasmo de la mula, se empeñaban en dos tareas contradictorias: contratar a los más grandes jugadores del momento y emplearlos como personal subalterno.
Para comprender la situación creada con semejante fórmula basta con recordar una escena tercamente repetida en el primer partido de la Copa de Europa. Mientras Roberto Baggio y Yuri Djorkaeff se pudrían en el banquillo, mientras un cargamento de telarañas caía sobre el pionero de la nueva grandeur y sobre el más fino de los guerrilleros locales, un tal Galante, sin duda decidido a ciscarse en su propio apellido, tomaba el mando de las operaciones y, con la discreta oposición del Cholo Simeone, hacía lo posible para que su equipo no consiguiera superar el centro del campo. Con el paso de los minutos, el llamado Ronaldo, a quien los trovadores milaneses apodaron en su día Il Fenomeno, se transfiguraba visiblemente en Il Pasmarote. Exiliado en la banda, su socio, el pobre Robertino, a quien tantos minutos y sobresaltos debemos, asistía al prodigio con una expresión significativa: a eso de las once tenía una insondable cara de túnel.
Aunque ahora prefieren callarse, hasta hace poco estábamos rodeados por una legión de resultadistas que, armados de cifras, fechas y recortes, nos atosigaban con su único argumento: en realidad el único fútbol rentable era el italiano. ¿Es que no caíamos en los campeonatos que sumaba cada año? Nos ocultaban el dato más esclarecedor; en realidad los éxitos conseguidos estaban varios puntos por debajo de su astronómica inversión en estrellas. La verdad era ésta: después de menospreciar sucesivamente a Laudrup, Bergkamp, Roberto Carlos, Zola, Kluivert y compañeros mártires, después de esquilmar el mercado para convertir a la mitad de sus figuras en teloneros, sólo cumplía dos objetivos: mejorar la calidad de las espinilleras y subir el precio del cloroformo.
Por si sirve de algo, bueno será dar a sus incondicionales un recado amistoso: mientras lleven el catenaccio puesto, poco importa que ganen torneos. Si siguen así, sus copas siempre serán quincalla y, por supuesto, el vino que las llene nos parecerá siempre barato. Vino peleón, lo llaman.
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