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Crónica de la paloma atada y otras realidades

El paraíso era el escombro de un refugio antiaéreo y un pan de maíz con aceite de oliva y pimentón. Y la escuela, un artificio de ilusionismo donde España relucía como una bendición de Dios. El nacionalcatolicismo fertilizaba el corazón de la niñez con el Ripalda, la gaya ciencia de José María Pemán, los himnos patrióticos y el destemplado palmetazo. Y la posguerra corría en la cola, para la ración de alubias o de azúcar; en el solar de la esquina con una casa desplomada por las bombas, donde los infantes eliminaban por la uretra tanta retórica y el calducho hirviendo de cada noche; en los juegos de muerta y palmo, de chapas, del gua con canicas o con peonza; o en el portentoso ingenio de aquella unidad de destino en lo universal que era algo así como la codificada definición de una cosmonáutica provindencial, sin chichonera y a pelo. De párvulo, Pepe Azorín descubrió que, en aquel imperio de avemarías, de mártires y de luceros de santo y seña, los niños nacían con la milagrosa cecina de Santa Teresa bajo el brazo; descubrió que el sexo era una invasión de tisis; y también descubrió que Roberto Alcázar y Pedrín constituían la pólvora de una estética bizarra y cuartelera. Pero en la vivienda familiar olía a puchero, a barniz, a goma arábiga, a aceite de linaza o de nogal, y su padre pintaba paisajes y retratos y bodegones, y estudiaba minuciosamente todas las técnicas y recursos plásticos. A Pepe Azorín le fascinaba aquel universo luminoso y vivaz que descendía del cerebro a las manos fragantes y untuosas del padre: cuánto oficio administraban. Allí inició su aprendizaje, mientras seguía dándole al gua, en la plaza de Les Palmeretes o de Castellón, en el barrio de las Carolinas Bajas, de Alicante. Yo soy de Les Palmeretes y mi casa es la única de aquella época que aún se conserva en pie, afirma con cierta ufanía. José Díaz Azorín abrió, por vez primera, la indagatoria mirada, en Yecla, y vio la desolación y los estragos de las banderas victoriosas: era el año del Señor de 1939 y el aire se pudría de tanta fiereza. Una semana después de su nacimiento, la familia regresó a Alicante, y Pepe Azorín asistió, desde los nueve años, a las clases de dibujo y escultura de la Escuela Sindical de Bellas Artes. Una beca de la Diputación provincial, le permitió trasladarse a Valencia, donde concluyó los estudios superiores en San Carlos; conoció a Michavila, Monjalés, Cilleros, y mantuvo relaciones de amistad y trabajo con todos ellos y con sus condiscípulos Rafael Solbes, Manolo Valdés y muchos más. Aún recuerda cómo acompañó, con el padre Alfons Roig, a Eusebio Sempere a la Estación del Norte, para coger el tren que había de devolverlo a París: era una noche desapacible y pavonada. Precisamente Alfons Roig le escribió el texto del catálogo de su primera exposición, en 1962. Y el crítico Ernesto Contreras destacó que precisamente su actitud joven, ardiente y vital, muy humana, evidenciaba su condición de creador. Después ganó una cátedra de dibujo en Elche y emprendió una carrera a campo raso: País Valenciano, Madrid, Barcelona, Sevilla, Francia, Brasil, Suecia, Alemania, Suiza, grabados, dibujos, esculturas, carpetas con Genovés, Vicente Rodes, Michavila, Antoni Miró, Javier Lorenzo, Amadeo Gavino, Sixto Marco, Castejón, Arcadio Blasco. Y en mayo de 1976 con los plásticos de todas partes, en el barrio de San Isidro de Orihuela, los murales alhajando las casas modestas, la Coloma nugada, de Pepe Azorín, en el Homenaje de los Pueblos de España a Miguel Hernández; y en Santiago de Chile, para el Museo Salvador Allende, su L"Arrel tallada, en bistre sobre papel artesano. En Altea donde tiene casa, estudio, taller e instituto, en sanguinas y negros, García Lorca, manos y raíces, para su inmediata exposición en Toulouse. Un libro sobre su obra del profesor Román de la Calle, su mujer, dos hijos, Damià y Lorena, metidos en el mismo oficio de la saga, los juegos de la memoria y un nuevo impulso de su singular y sólida concepción plástica. Pepe Azorín y la realidad, es decir, la crónica de una invención.

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