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Definir la tregua para que sea la última

Aunque no se dirige a terminar con la violencia, sino a superar un conflicto político caracterizado de una determinada manera, la Declaración de Lizarra traía consigo la previsión de una tregua que lo validara. Ya está aquí; bienvenida sea. Nunca antes una tregua de ETA habrá sido tan previsible. Nunca sus consecuencias habrán sido tan imprevisibles. Se dibuja un futuro abierto; no lo cerremos. La principal indefinición de la tregua declarada por ETA no tiene que ver con cuál pueda ser su duración, sino con cuál pueda ser su razón. Sólo se me ocurren dos posibilidades: que la tregua dependa del desarrollo (¿en qué plazo temporal?) del proceso dibujado en Lizarra o que dependa simplemente de la constitución (¿y posterior mantenimiento?) en Lizarra de una nueva mayoría política en favor de cambios en la relación con el Estado. Si es esta última la razón, es decir, si lo sustancial no es el logro de una serie de cambios jurídico-políticos en un plazo de tiempo dado, sino la acumulación democrática de voluntades políticas consecuencia de una inteligente operación política liderada por Herri Batasuna, estaremos asistiendo realmente al fin de la violencia históricamente practicada por ETA. Pero si el motivo de la tregua es sumar presión para forzar cambios que, formando parte de legítimos proyectos políticos, no respondan sin embargo a las posibilidades históricas contenidas en la actual realidad vasca (aunque sí puedan responder a posibilidades de futuro que se van construyendo ya desde hoy), desgraciadamente la violencia acabará por volver. En Lizarra se ha pretendido proyectar un puente sobre un río sin riberas; si un proceso es un conjunto de acciones relacionadas entre sí que, partiendo de una situación, se dirigen a alcanzar otra distinta, el proceso delineado en Lizarra carece de comienzo y de final. Por eso, creo que tienen más potencialidad política otros documentos que circulan por ahí. El éxito de Lizarra tiene que ver con el imaginario político; no es poco. Pretender que tenga también una dimensión práctica puede significar el fin de ese imaginario y, lo que es peor, el fin de las esperanzas abiertas por el anuncio de la tregua. En cualquier caso, ¿es la tregua una trampa? Toda tregua, por definición, es una amenaza de fuerza disfrazada de suspensión temporal de la amenaza de fuerza. Eso es claro. Como también es claro que toda tregua, por definición, tiene fecha de caducidad: no hay, pues, treguas indefinidas. Esto es así y no hay que dar demasiadas vueltas al asunto. En este sentido, una tregua siempre será peor que un anuncio de abandono de la violencia, pero mejor que su persistencia. La tregua de ETA sólo se convierte en trampa para quienes ya estaban entrampados en la enredada madeja que liga violencia y política. La trampa se convierte en un comprometedor "¿y ahora qué vas a hacer tú?" sólo para quienes venían diciendo que no hay nada que hacer mientras se practique la violencia. Ahora desaparece el obstáculo, se difumina la disculpa. Para quienes hemos defendido desde hace muchos años que había cosas que hacer aunque la violencia continuara machacando nuestras vidas (acabar con la dispersión de presos, reivindicar a las víctimas, educar para la paz y la tolerancia, tejer entramados de diálogo social, reivindicar el pluralismo, relativizar ideas y desmantelar fetiches), el anuncio de tregua indefinida no puede ser sino una excelente noticia. Para quienes han condicionado siempre su acción política al cese de la violencia, el anuncio de tregua puede dejarles con el paso cambiado. Pero su reacción no puede ser el encastillamiento. Desde la prudencia, desde el escepticismo, si así se prefiere, no hay nada que justifique despreciar el anuncio de ETA. Hoy existen más posibilidades que nunca para avanzar en la normalización de nuestra sociedad. Ya existían muchas antes, especialmente en el tejido social vasco, mucho menos condicionado por la violencia que el espacio político y mediático.

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