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Antecedentes del Plan Hidrológico

Acreedores al recuerdo resultan, sin duda, los grandes proyectos de canales de navegación y riego del reformismo ilustrado, fracasados unos, y desarrollados otros; cabe afirmar, en síntesis, que los designios hidráulicos de esta época, adolecen, con frecuencia, de dosis elevadas de arbitrismo, utopía e insuficiente conocimiento del medio físico, pero tuvieron también, en contrapartida, un innegable componente de modernidad, con clara anticipación de futuro. En la centuria siguiente, los excepcionales logros legislativos sobre aguas alcanzados durante su segunda mitad, cuyos hitos sobresalientes son la ley sobre dominio y aprovechamiento de aguas del 3 de agosto de 1866, primer código español y europeo de dicha materia, y, sobre todo, la longeva Ley de Aguas del 13 de junio de 1879, vigente hasta el 31 de diciembre de 1985, inducen, de modo casi inevitable, a infravalorar, por comparación, las actuaciones de planificación hidráulica de este periodo. Sin embargo, es de resaltar que esta etapa conoce una valiosa iniciativa para el estudio hidrológico de España, a cargo de las divisiones hidrológicas, instituidas en 1865; por desgracia, estos organismos, cuyo cometido revestía vital interés, funcionaron de forma intermitente, hasta su supresión definitiva en 1891. A comienzos del siglo actual se establecieron las divisiones de trabajos hidráulicos, mediante las cuales, y a través de su inspección general, se elaboraría el Plan General de Canales de Riego y Pantanos (1902), primer planteamiento de alcance nacional, que, a pesar de su declarado carácter provisional, perduró hasta 1926, año en que se inicia la creación de las confederaciones sindicales hidrográficas. Acorde con las formulaciones regeneracionistas, el Plan de 1902, auspiciado por el ministro Gasset, y promulgado por su sucesor, Canalejas, constituyó la respuesta liberal a la grave crisis agraria que padecía el país. Carente de la información básica para la toma de decisiones sobre la ampliación de regadíos, y estimando éstos igualmente beneficiosos por doquier, adoptó como criterio de elección el menor coste por hectárea transformada; ello daba preferencia a las tierras interiores, en detrimento de la fachada mediterránea, minusvalorando los duros y prolongados inviernos de aquéllas. Por estos y otros motivos, el balance general del plan de 1902 arrojó resultados poco o nada satisfactorios. La dictadura de Primo de Rivera varió esencialmente la política hidráulica, al decidirse por la descentralización, confiada a las confederaciones sindicales hidrográficas, organismos con gran autonomía de actuación. Así, pues, la perspectiva fue, entonces, marcadamente regional. Empero, como afirmó, en 1934, Manuel Lorenzo Pardo, el modelo, "no era la organización completa. Tenía, además, el grave achaque de la desigualdad; obedecía más a estímulos locales y esfuerzos personales que a razones de alcance nacional". Estos inconvenientes son los que pretendió superar el magno I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933), del que fue alma el citado ingeniero, y cuya premisa era la supeditación de aspiraciones regionales y actuaciones privadas al interés nacional. Objetivo primordial del citado plan de 1933, en cuya confección y trámite parlamentario privó, ejemplarmente, por encima de fortísimas discrepancias políticas, la razón de Estado, era la corrección de dos desequilibrios: el hidrográfico entre las vertientes atlántica y mediterránea, y, junto a él, la marginación de la zona mediterránea en el plan de 1902. Por ello, la pieza maestra de aquél fue el Plan de Mejora y Ampliación de los Riegos de Levante, que preveía la transformación de 338.000 hectáreas en las provincias de Murcia, Valencia, Alicante, Almería, Albacete y Cuenca. Para completar los regadíos inseguros y dotar los ocasionales y nuevos en este ámbito se requerían 2.297,16 hectómetros cúbicos anuales, volumen ingente, que proporcionarían, junto a los ríos valencianos y murcianos, las cabeceras del Guadiana y, sobre todo, del Tajo. A diferencia del plan de 1902, éste revestía un acusado sesgo levantino. Y, por supuesto, originó una encendida polémica, de signo opuesto a la anterior. Frente a una entusiasta y fervorosa adhesión de los agricultores levantinos, el diario Norte de Castilla habló de preterición de la Meseta y reclamó "un plan verdaderamente nacional, no sólo mediterráneo". Pero más próximo, geográfica y temáticamente, al duro enfrentamiento del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha con los de Valencia y Murcia, sin olvidar al Ministerio de Obras Públicas, en el verano de 1994, queda una comunicación de José Gallarza, representante de la Diputación de Toledo en el Congreso Nacional de Riegos de Valladolid (1934), que, con el inequívoco y rotundo título de Ni plan ni nacional, arremetía ferozmente contra el mismo, calificando de "catastrófico" el proyectado trasvase del Tajo, al tiempo que empleaba, por primera vez, que sepamos, un razonamiento reiterado estos últimos años, al preguntarse "por qué había de favorecerse a las zonas ricas, donde el Estado solo y espléndido ha realizado multitud de obras, a costa de las pobres, donde el Estado no ha realizado nada, pudiéndose emplear en ellas todas las disponibilidades de la cuenca y toda el agua del trasvase"; se esgrimía así, tempranamente, el argumento que luego, de manera sintética, invoca la "solidaridad de rentas", a la que llaman las comunidades autónomas mejor dotadas en aguas, pero menos desarrolladas, frente a la "solidaridad hidráulica" reclamada por otras cuyo condicionamiento es inverso. Se trata de posturas históricamente encontradas, ahora latentes, que han sonado con sordina a raíz de la aprobación de los planes hidrológicos de cuenca, prontas a crecerse en la discrepancia y que habrán de ser reconducidas y armonizadas por el Plan Hidrológico Nacional. Pero esta cuestión, cuya trascendencia no es preciso encarecer, merece consideración aparte.

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