Carreteras y autovías
J. M. CABALLERO BONALD Las carreteras, antes, pasaban por el campo. Ahora ya no pasan por ningún sitio reconocible. Simplemente van de una ciudad a otra sin el menor miramiento, desatendidas de las geografías intermedias. Por supuesto que tampoco soy tan inflexible como para negar que las modernas autovías han reducido las distancias antiguas y han aportado una más efectiva correlación entre los fabricantes de automóviles y los ingenieros de caminos. Pero también han convertido la campiña en una especie de ingrediente accesorio del viaje. O en algo que apenas se deja ver. Ya se sabe que la velocidad es una pésima aliada de los gozos de la vista. Los muy acreditados atractivos de las viejas carreteras han sido efectivamente eliminados en autovías y autopistas. Tal vez sea mejor así, pero aquellas carreteras que hoy se llaman secundarias disponían de toda clase de reclamos tentadores. Tan pausadamente se recorrían que había tiempo para todo, hasta para perderlo. El disfrute de la vida contemplativa y el delicado negocio de la parada y fonda estimulaban al viajero en todo momento. Era difícil resistirse a la tregua apacible de las ventas o al reposo en un ameno paraje al borde del camino. Viajar en automóvil por una autovía se parece ya bastante a viajar por el interior de una naturaleza si no muerta, sumamente desmejorada. Las llamadas zonas o vías de servicio, aparte de ser engañosas, conducen por lo común a distantes gasolineras provistas no ya de depósitos de carburantes sino de cafeterías con basuras comestibles y tiendas con productos de repelente sabor americano. De modo que ando muy desorientado y, a veces, al salirme de la autovía, también me he salido del mapa, lo que tampoco resulta cómodo. Seguro que Luis García Montero, que vive en la carretera, entiende muy bien lo que trato de explicar. Recuerdo que, hace tiempo, en la época de las carreteras de andar y ver, un amigo me invitó a ir en su coche desde Jerez a Madrid. Había que prepararlo todo con la debida antelación y nos equipamos sensatamente de cesta de víveres, bolsa de bebidas y mantas de viaje. Salimos de Jerez al amanecer para no llegar a Madrid muy de noche, pero el recorrido inicial estuvo tan razonablemente jalonado de paradas que pernoctamos en Carmona. Una anécdota más bien anodina que puede ser aleccionadora incluso para prudentes. Que conste que no estoy aludiendo en absoluto a ninguna nostalgia pueril ni a nada referido a la seguridad vial o a los atascos de larga duración. Me limito a sugerir que el progreso no significa obligatoriamente humanización y que, por tanto, una autovía tampoco presupone necesariamente que la rapidez y el bienestar sean méritos complementarios. La próxima vez que me aventure por una autovía no ahorraré esfuerzos para batir mi propio récord: el de tardar más tiempo que nadie en llegar tan ricamente a mi destino. Así evito también el riesgo de competir con apresurados. No sea que ahora llamen impacto ambiental al choque con una medianera.
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